La entrada del hospital me provocó una punzada en el pecho. Ya había estado en muchos lugares así, pero ver a Cauã allí, herido, recuperándose, con la mitad del rostro marcada por heridas recientes y la mirada perdida… era demasiado duro.
No necesitaba preguntar. Sabía exactamente dónde estaba. Subí directo a la habitación, cruzando los pasillos con pasos firmes. Al abrir la puerta, vi a Cauã recostado, los ojos entreabiertos, y a su esposa sentada a su lado, con expresión cansada pero llena de cariño.
—Buenas tardes —saludé, intentando suavizar el tono de mi voz.
Ella me sonrió amablemente y se levantó.
—Buenas tardes, Alessandro.