El tiempo parecía haberse desacelerado allí dentro.
Ya debían haber pasado unas dos horas desde que llegué a esa maldita clínica, y Enzo seguía sedado. El aire se sentía más pesado y yo notaba mi cuerpo inquieto, como si algo estuviera mal.
Me levanté decidida y fui hacia la recepción. El mismo chico de antes seguía allí, con esa cara de quien no se preocupa por nada.
—Hola… ¿sabes cómo está Enzo? —pregunté.
Él se encogió de hombros sin siquiera mirarme.
—No lo sé.
Rodé los ojos, ya sin paciencia.
—¿Puedes, por favor, informarte? Tengo que irme, tengo un hijo esperándome.
Finalmente me miró con una expresión de irritación, como si yo fuera un estorbo. Pero, sinceramente, ya no me importaba la cara de nadie.
Antes de que pudiera decir algo, escuché pasos detrás de mí. La mujer, Paula, descubrí que se llamaba así, apareció forzando una sonrisa fingida, como si todo estuviera normal.
—Está bien, Larissa —dijo, acercándose—. Todavía está sedado, pero sus signos vitales son estables.
Asentí