Mis dedos todavía temblaban al sujetar el arma escondida detrás del cuerpo. La cuerda suelta, pero firme en mi mano, daba la impresión de que seguía atada. El corazón parecía querer atravesarme el pecho de lo fuerte que latía. Respiré hondo, intentando no demostrar nada, intentando sujetar la rabia y el miedo en el mismo sitio. Había pensado en algo… quizá no sirviera de nada, quizá fuera algo que Enrique ya hubiese superado, pero al menos necesitaba desestabilizarlos.
La puerta chirrió, y mi cuerpo entero se heló. Yuri entró primero, con ese aire arrogante y chulesco de siempre, y justo detrás apareció Enrique. Tenía el rostro más pálido que antes, con sudor deslizándose por la frente, y aun así sonreía; una sonrisa que parecía más rabia disfrazada de calma. La nueva mancha oscura de sangre en el pecho solo dejaba claro que el disparo de Diogo le había hecho daño. No debería ni estar de pie, pero ahí estaba. Porque el odio, descubrí, mantiene a algunas personas vivas.
Arrastró una si