Caminaba detrás de la doctora Sandra con el pecho apretado, como si el aire se hubiera vuelto más pesado de repente. Cada paso mío parecía hacer eco por las paredes frías del hospital, mezclado con el zumbido constante de los monitores, los murmullos de las enfermeras, el llanto ahogado de algún familiar lejano —y la angustia que borboteaba dentro de mí, hirviendo como un volcán a punto de explotar. Escuchaba la voz de la doctora, palabras técnicas, instrucciones, orientaciones, pero todo sonaba amortiguado, como si estuviéramos dentro de un acuario, donde el tiempo corría más lento, donde las voces llegaban distorsionadas, irreales.
Mis manos sudaban, aunque el aire estaba helado. Pasé los ojos por los pasillos y todo parecía borroso. Como si la realidad no estuviera completamente alineada conmigo. Como si fuera una pesadilla de la que necesitaba despertar.
Pero no lo era.
Mientras caminaba, flashes atravesaban mi mente como cuchillos afilados. La sonrisa de Gabriel aquella vez en