Pero llevaba casi una semana allí y las cosas volvían a acumularse, esas entradas de enciclopedia que juntas formaban a Lexi. Seguía enroscándose el pelo cuando estaba a kilómetros de distancia, absorta en sus pensamientos. Seguía mordiéndose el nudillo. Ya no tarareaba en voz baja, lo que Tyler sintió como una pérdida terrible. Pero una mañana, cuando salía a correr, esas largas y duras carreras que hacía para controlarse, se encontró de pie frente a la puerta de la habitación de invitados. Ella estaba en la ducha y él oyó el agua correr, pero no fue eso lo que lo mantuvo allí, paralizado.
Era Lexi, cantando una canción pop espantosa de sus días universitarios, tan desafinada como siempre. Tenía una erección de piedra y una sonrisa de oreja a oreja, y era imposible que existiera un idiota más grande en la faz de la tierra. Y la desesperada idea que se había formado durante estos últimos años, en los que solo la veía esporádicamente, de que la familiaridad le infundiría un poco del ta