¿Acaso no sentía cuánto la necesitaba… cuánto necesitaba esto? La había tomado como un salvaje, una y otra vez este fin de semana. Y en cuanto terminaban una ronda, la deseaba de nuevo.
Con delicadeza, recorrió su cuerpo con la punta de los dedos. Era esbelta, pero no flaca. Sin costillas que sobresalieran, sin clavícula hundida. Todo en ella era la viva imagen de la vida y la salud. Cuando le acarició un pecho, ella giró la cabeza.
Él le tomó la barbilla y la obligó a mirarlo. —¿Qué temes que vea en tus ojos? —preguntó en voz baja.
—Nada —dijo ella. Sus largas pestañas, a media asta, ocultaban sus secretos.
—Dime, Lucía —dijo con dulzura—. Aquí mandamos nosotros. No me burlaré de nada de lo que digas, te lo juro.
Ella se movió inquieta, apartando su mano y sentándose con la sábana hasta las axilas. El dolor oscureció aún más sus ojos mientras finalmente lo miraba fijamente. —Sabes demasiado de mí —dijo con voz entrecortada—. Y me asusta que cuando estamos juntos… sexualmente… me sien