CAPÍTULO 67. Veintiséis ahijados

Victoria le dijo adiós con la mano a una de sus amigas, una chica que vivía en Reino Unido. Su bebé tenía cinco meses y su esposo, un embajador de las Naciones Unidas, se había vuelto loca buscándola porque la habían secuestrado cuando le faltaba muy poco para dar a luz.

—Ya sabe, señor Garibaldi, lo que sea que necesite, solo tiene que llamarme —había dicho el hombre—. A cualquier hora, en cualquier momento, para lo que sea. Les debo la vida de mi mujer y de mi hijo.

—No nos debes nada —había dicho el italiano estrechando su mano con fuerza—. Espero que podamos reunirnos de nuevo, con motivos más felices.

El día que la última chica salió de la casa, Victoria abrazó a Franco y se sentó en su regazo.

—Esos son muchos amigos —dijo con una sonrisa mientras lo acariciaba con suavidad.

—¡Y también muchos ahijados! ¡¿Qué vamos a hacer con veintiséis ahijados, Victoria Garibaldi?! —la increpó él.

—¿Un campamento de verano? —rio Victoria y él puso los ojos en blanco mientras cerraba las manos
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