La tarde en Alaska no entró: irrumpió.
Una luz dorada, brillante y helada, como si el cielo hubiera decidido abrir los ojos antes que ellos.
Nick fue el primero en despertar.
El dolor de cabeza le taladró las sienes, un martilleo lento, nauseabundo. Parpadeó varias veces hasta que el cuarto dejó de girar. Y entonces la vio.
Isabella. Dormida a su lado.
Enredada entre las sábanas, la respiración suave, el cabello cayéndole sobre la mejilla como una sombra dorada.
Nick tragó en seco.
— Dios… — susurró, pasándose una mano por la cara.
Con extremo cuidado, como si temiera despertarla y romper algo más que la quietud del momento, se levantó de la cama.
El piso de madera crujió bajo sus pasos.
Entró al baño se lavó la cara. El agua fría le devolvió un poco de vida. La ducha caliente le alivió el cuerpo, pero la resaca seguía ahí, clavada como un puñal. Tomó una pastilla, se apoyó contra el lavamanos y respiró hondo.
Cuando salió, la encontró igual: bella, rota, suya y no suya al mismo tiemp