PRÓLOGO
CIUDAD DE CHICAGO / MUNDO HUMANO
Elizabeth se retorcía en la camilla; las contracciones ya eran insoportables y le habían dicho que era temprano para dar a luz, pero su cuerpo tenía otros planes.
—¡La presión está bajando! —gritó una enfermera humana, y otra apretó su brazo buscando la vena con torpeza—. ¡Necesitamos pasarla ya!
—Está entrando en trabajo de parto, ¡rápido!
Elizabeth apretó los dientes. Quería gritar, pero no por el dolor físico, sino por el miedo. Porque si se descontrolaba, su loba podía salir y eso, en un hospital humano, sería un desastre.
“No te transformes, por favor. No aquí. No ahora. "Le pidió a su loba, pero el dolor subió como una ola, rompiendo en su vientre, y ella jadeó mientras dentro de ella su hijo se movía con fuerza.
—¡Está coronando! —avisó una de las enfermeras—. ¡Los bebés ya vienen!
—¡No empujes aún, Elizabeth, aguanta! ¡Espera a la doctora!
—¡No puedo! —gimió entre dientes.
Su loba aullaba, empujaba desde adentro como si también quisiera salir. Cerró los ojos con fuerza; no podía transformarse, no ahora, no frente a todos. De repente, las luces del quirófano parpadearon y un zumbido eléctrico recorrió el ambiente, y por un segundo, el tiempo pareció detenerse.
—¿Qué carajo…? —dijo una enfermera, mirando hacia la puerta que se abrió de golpe.
Una figura alta entró, pero Elizabeth lo sintió antes de verlo.
Las feromonas, el calor, el poder.
Y su cuerpo reaccionó solo; la respiración se le atascó en la garganta, porque llevaba a los hijos de ese Alfa.
Gideon.
—¡Fuera de aquí! ¡Seguridad! —gritó alguien, pero nadie se atrevió a moverse. Porque ese “hombre” no era humano. Y lo sabían, aunque no podían entenderlo.
Gideon se acercó sin apuro, cruzando entre médicos y enfermeras como si fueran aire.
—¿Creíste que podrías huir de mí? —dijo, caminando hacia ella—. ¿Vivir escondida en este mundo miserable? ¿Crees que puedes escapar de tu alfa?
Terminó de acortar la distancia con una zancada veloz, y su cuerpo quedó a milímetros del de ella.
—Eres mía... mi hembra... y mis hijos están a punto de nacer.
Lo pronunció como un rugido gutural, haciendo que un escalofrío le recorriera la espalda. Sin embargo, ella logró controlarse, pero él la observó con una sonrisa predadora.
—¿Qué haces aquí? —susurró.
—Vine a recordarte quién eres en realidad —la voz de Gideon era terciopelo sobre acero—. Vine a llevarte de vuelta. Y si intentas huir de nuevo, te encadenaré. No solo a mi cama, sino a mi lado. Porque cada respiración, incluso cada latido tuyo... me pertenece.
El pecho de Elizabeth subía y bajaba por la emoción, el dolor y la adrenalina, y otro escalofrío la recorrió. Y de repente, una voz grave, cargada de amenaza, resonó en la sala de partos.
—Quita tus manos de ella… o te las arrancaré.
Gideon giró lentamente hacia la entrada y allí estaba otro hombre. Alto, musculoso, con los ojos brillando en tonos dorados y una expresión de furia y posesión.
—Ella ya no es tuya —dijo el recién llegado—. Ahora ella es mi mujer… y esos son mis hijos.