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El suave golpe en la puerta los sacó de su momento íntimo. Gabriel, todavía con el pelo húmedo y una sonrisa satisfecha en los labios, se separó de Samuel, quien intentaba, sin mucho éxito, ajustar su expresión a su habitual frialdad.

—¿Sí? —Preguntó Gabriel, con su voz aún un poco ronca.

La puerta se abrió lentamente, revelando a Alice, con su figura maternal enmarcada en el umbral de la puerta. Llevaba un delantal manchado de harina y olía a especias dulces, como si hubiera estado horneando antes de subir. Sus ojos, cálidos y perspicaces, se posaron primero en Gabriel, radiante y despeinado, y luego en Samuel, que estaba sentado al borde de la cama, con la ropa puesta pero su pelo aún estaba goteando sobre su camisa.

—La cena está lista, chicos. —Dijo Alice, y Gabriel no pudo evitar notar la manera en que sus labios se curvaron en una sonrisa apenas contenida. —El resto ya están sentados a la mesa, solo faltan ustedes.

—Gracias, Alice —Respondió Gabriel, tratando de sonar casual
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