Volver a casa, con el rabo entre las patas, abandonando tus sueños siempre es algo duro, pero necesario cuando sientes que has perdido el camino en la vida.
A mis 33 años allí estaba, en un autobús de camino desde La Coruña hasta O Vicedo, el lugar donde pasé los mejores años de mi niñez.
¡Cómo pasa el tiempo! Hacía ya 10 años que me marché de casa, persiguiendo el sueño de convertirme en alguien autodidacta, con mi propia casa, mi propio trabajo, y un hombre con el que compartir mi vida. Había fallado en casi todo, así que no tenía mucho más a lo que aferrarme que no fuese la familia que dejé atrás.
Mi hermano David, el responsable, que tenía trabajo en la capital, como sicólogo, pero que volvía a casa cada fin de semana para ver a su solitaria madre, que después de la muerte de nuestro padre, se había quedado muy sola. Remedios, mi madre, jubilada y muy sociable, siempre estaba haciendo planes con las vecinas, no paraba quieta, pero a veces… supongo que añoraba a sus hijos. Y yo… bueno, se suponía que era profesora, pero nunca me dieron la oportunidad de ejercer esta profesión, así que terminé haciendo cursos y trabajando de muchas cosas, intentando encontrar mi lugar en el mundo, lo cual nunca hice. Fui cocinera en un restaurante, camarera en un bar de copas, dependienta en una boutique, y todo eso antes de marcharme a La Coruña. Allí lo intenté como recepcionista en un hotel, y tras tres años me echaron como a un perro, sin más.
Mi vida sentimental era un desastre. Recuerdo que cuando era joven solía aburrirme mucho de los hombres con los que estaba, no aguantaba más de 6 meses, me terminaba agobiando en seguida, todas esas cursiladas no van conmigo. Y actualmente…. Bueno, la verdad es que no quiero hablaros de Agustín aún. Era el hombre con el que más tiempo había aguantado, 6 años, toda una vida, y más para mí que no estaba acostumbrada a mantener algo por tanto tiempo. Pero … supongo que me vuelvo insoportable con el tiempo, o quizás sea la convivencia, que me estaba asfixiando, el caso es que con él tampoco funcionaba. Después de discutir un día sí y otro no, de vernos poco a causa del trabajo, y una vida sexual deprimente, decidí hacer la maleta y marcharme, sin más.
Ni siquiera sabía que quería hacer con mi vida, a mis 33 años, se me pasaba el arroz para emprenderme en algo, para tener una familia, hijos, … el reloj biológico de la mujer estaba oxidado dentro de mí. Y mi humor… estaba enfadada con el mundo, por no haberme dado oportunidades, o conmigo misma, por no haber sabido verlas.
Mamá casi hizo una fiesta cuando me vio, soltó las bolsas de la frutería en mitad de la calle, y empezó a gritar, como las locas, haciendo que varios vecinos la mirasen, sin comprender, haciéndome sentir de lo más incómoda, abalanzándose sobre mí, colmándome de miles de besos, abrazos, y toqueteos por la cara, reconociéndome.
Adoro la naturaleza, desde muy pequeña, y aquel lugar siempre me pareció un paraíso, era precioso. Los amaneceres frente al mar, las fiestas en la playa, mis amigas, mi hermano, mi madre, el humor y el acento de sus gentes, es algo que siempre añoré de ese lugar.
Así que no era raro que cuando me sentía tan perdida en la vida hubiese acabado allí, pensando en qué era lo que quería hacer con mi vida. ¿Seguir con Agustín? Ese hombre que jamás pensé que me engañaría con otra, siempre creí que yo era una persona horrible por haberlo hecho en un par ocasiones, pero … en aquel momento, ni siquiera estaba tan segura.
Llegué al garito en cuestión, con aquel corto vestido azul, saludando a varias personas en la barra, pidiéndome una cerveza, acercándome a mis amigas de toda la vida, mientras esperábamos a que saliese nuestro grupo favorito, local, al escenario, como todos los miércoles, aunque yo ya hacía tiempo que no asistía, parecía que todo seguía igual.
Rubén me consiguió una cerveza, era un amor, justo le di las gracias y me fijé en el resto de los amigos de mi hermano, deteniéndome en uno al que no conocía, en lo absoluto. Era alto, moreno, musculoso, y muy guapo, quizás demasiado.
Giré la cabeza, mirándole por el rabillo del ojo, luciendo despreocupada, observándole allí, bebiendo su cerveza, mientras miraba hacia el concierto, sin más.
No me gustaban los capullos, y según lo que decían mis amigas, él era uno en potencia. Era obvio que no iba a acercarme a ese tipo, por muy simpático que hubiese sido nuestro primer encuentro.