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A tus pies
A tus pies
Por: M.A. Soriano
Un funeral y un extraño

Todos los derechos reservados

Código de registro: 2412290497862

El cementerio estaba demasiado desolado. El invierno estaba prácticamente por terminar, pero aún se sentía bastante frío y, para colmo, comenzó a llover. Las fuertes gotas de agua dispersaron a las pocas personas que acompañaban a Mónic en el funeral de su abuelo.

El señor Graison Barnes, editor y CEO por más de treinta años de la editorial Barnes, había fallecido en la cama de su habitación a consecuencia de un cáncer de pulmón que venía padeciendo desde hacía más de una década. Además, los años y el trabajo incansable que venía realizando durante toda su vida le habían pasado factura.

Había construido un imperio en el ámbito de los libros. Era una de las editoriales más importantes de Europa, con sede en Edimburgo, la primera ciudad de la literatura de la Unesco y una de las ciudades más hermosas de Gran Bretaña. Allí recibía los contratos con los mejores escritores de prácticamente toda Europa y unos cuantos más de América.

Pero nada de eso le importaba a Mónic. Ahora estaba sola en el mundo. Su abuelo se había encargado de ella desde que tenía once años, cuando sus padres fallecieron en un accidente de avión mientras se dirigían a Estados Unidos para la presentación de uno de los libros de la editorial.

A quince años de aquella tragedia, se encontraba nuevamente en el cementerio, dejando allí a la última persona realmente importante en su vida.

Los servicios funerarios terminaron. Aunque el chofer y su nana la esperaban para ir a casa, ella prefirió caminar un poco bajo la lluvia. Se sentía demasiado abrumada como para encerrarse entre las cuatro paredes de su habitación.

—Mi niña, anda, vamos. Te puedes resfriar. Hace demasiado frío —le decía una señora de estatura mediana y mirada tierna.

—Estoy bien, Nany. Dame espacio. Volveré en taxi, no te preocupes —le contestó Mónic, con los ojos nublados, camuflados por la lluvia.

No sabía si era por el frío del agua cayendo sobre su cuerpo o por la tristeza que la embargaba. Lo único que sabía era que lo último que quería era regresar a la casa, donde, a pesar de ser enorme, se asfixiaría apenas pusiera un pie en ella.

Su abuelo siempre había sido un hombre sencillo. Nunca terminó de entender cómo le gustaba vivir en aquella ostentosa casa. Él decía que era su legado, pero sinceramente, en ese momento, ella no lo comprendía.

Caminó por varias calles. La lluvia empapó su ropa. El abrigo pesaba tanto que podía sentir cómo sus pies se deslizaban en el interior de sus zapatos empapados. El frío comenzaba a calarle los huesos, pero el dolor no le había permitido notar la baja temperatura hasta ahora.

No sabía a dónde iba. Caminaba mecánicamente, sin fijar su objetivo en ningún lugar en particular.

Si hubiera puesto atención en el camino, se habría dado cuenta del cambio de luces en los semáforos y de la turba de autos avanzando. Estuvo a punto de ser arrollada por uno de ellos.

Sintió cómo una mano se cerraba con fuerza en su brazo, deteniéndola justo antes de bajar de la banqueta, evitando el impacto con aquel vehículo.

A su lado estaba un hombre alto, de unos treinta y cinco años, cabello rubio, con la barba apenas crecida y unos ojos entre verdes y azules que conectaron directamente con los suyos.

—Deberías tener más cuidado —sus palabras la sacaron del trance en el que estaba. Su voz gruesa y varonil la sorprendió.

Mónic fijó la vista hacia la calle, dándose cuenta de lo que habría pasado si aquel extraño no la hubiera detenido a tiempo.

—Perdón, no me fijé —se regañó mentalmente por haber dicho algo tan obvio.

No se había dado cuenta de que ya no caía agua sobre su cabeza. Aquel extraño sostenía un enorme paraguas negro sobre ambos.

—Creo que necesitas sacarte esa ropa mojada y tomar algo caliente —no pudo evitar que sus mejillas se sonrojaran. Sus palabras parecían tener un doble sentido.

—Sí, ya me tengo que ir a casa.

Ella hizo ademán de parar un taxi, pero él tomó su mano y la bajó con suavidad.

—Primero ven. Vamos a que te quites eso y te invito un café.

Mónic no sabía por qué estaba obedeciendo a ese hombre. Avanzaron juntos bajo el enorme paraguas negro hasta llegar a una tienda cercana. Él se acercó a la empleada y pidió una muda de ropa deportiva para Mónic.

Tomaron la bolsa y se dirigieron al café que estaba al final de la calle.

—Toma. Puedes ir al baño y cambiarte antes de que enfermes.

La chica ya comenzaba a temblar, así que no dudó ni un instante en tomar la bolsa y dirigirse al baño.

—¿Qué estás haciendo? Es un extraño. Lo único que harás es tomar algo caliente y saldrás directo a casa —se reprendió en voz alta mientras se cambiaba. Ni siquiera le había preguntado su nombre.

Se quitó toda la ropa, excepto la ropa interior, que aunque mojada, tendría que aguantar. Al fin y al cabo, sus pechos no eran muy grandes, así que no se notarían demasiado bajo la sudadera.

Colocó los zapatos deportivos y metió toda la ropa mojada en la bolsa, después de escurrirla en el lavabo. El abrigo estaba hecho un desastre, así que directamente lo dejó en la basura.

Recogió su cabello y lo ató en un moño alto con una goma elástica.

Al mirar su reflejo en el espejo, una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.

—Abuelo, me siento tan sola. ¿Será que me enviaste un ángel para que me cuide? Además, es guapo.

Todos los autorreproches de minutos atrás habían quedado en el olvido.

Al salir del baño, buscó con la mirada a aquel hombre. Lo vio en la barra del local, levantando una mano para indicarle su ubicación e invitándola a acercarse.

—¿Te sientes mejor ahora que estás seca? —su voz era profundamente masculina, y las palabras de preocupación le sentaban tan bien en aquel momento.

—Eh... sí, mucho mejor, gracias.

—Me alegro —tomó su taza de café y bebió un sorbo—. Perdón por no esperarte. Pide lo que quieras.

La sonrisa que le dedicó hizo que se le olvidara hasta hablar. Solo asintió y se dirigió hacia la cajera.

—Un chocolate caliente, por favor.

La siguiente media hora la pasaron conversando. El hombre —Caleb Ward, como se presentó— lamentó la pérdida de Mónic cuando ella se lo contó, entendiendo al instante el porqué de su caminata zombie por las calles. Era diseñador gráfico desde hacía diez años y acababa de llegar a la ciudad hacía apenas tres semanas.

Cuando Mónic se despidió de Caleb y tomó el taxi de regreso a aquella casa llena de recuerdos, lo hizo con una extraña sensación de que, tal vez, no estaba tan sola como creía.

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