A la caza del lobo
A la caza del lobo
Por: NatsZ
I El primer día

—Otro con el pescuezo roto —dijo Samuel Durán, sin prestar mucha atención al resto del cuerpo.

Era el tercero que encontraban en el mes: todos hombres, todos con espantosas fracturas, todos en callejones oscuros. No podía tratarse de una coincidencia.

Samuel miró su reloj, faltaban diez minutos para el mediodía.

—No sólo tiene el cuello roto, su brazo parece de goma —dijo Max Benítez.

Estaba quebrado al menos en tres partes. Dada su experiencia de casi diez años como detective y por la panzota que tenía el muerto, debía pesar al menos cien kilos. Eso reafirmaba la hipótesis que había estado masticando desde que viera a la primera víctima, con la cabeza al revés, pero que no se había atrevido a comentar porque rogaba estar equivocado.

—Creo que fue una bestia, un licántropo —dijo por fin.

Fue como si se hubiera sacado un enorme peso de encima. Ahora sí que necesitaría de toda su experiencia como investigador y de toda la sagacidad de su compañero, su mentor, su padre en la institución.

—Esto es algo grande —agregó.

—Y te deseo toda la suerte del mundo. Son las doce, oficialmente estoy retirado.

—¡¿Me estás jodiendo?! Pensé que lo aplazarías.

—Ni que estuviera loco. Es el mejor momento para ser un viejo —dijo, caminando hacia el auto.

Max lo siguió.

—¡¿Y me dejarás solo con el caso?!

—Mi reemplazo llegará mañana. —Subió al auto.

La enorme sonrisa no se le borraba de la cara.

—¡No puedo cargar con un novato ahora! Vamos, Samuel, ayúdame en esto.

—Estaré rezando por ti, muchacho. Tú también fuiste novato un día, no lo olvides.

Sin perder más tiempo, pisó a fondo el acelerador y se alejó del pestilente callejón y su deprimente historia de muerte y horror. Dejaba atrás también toda una vida de sumergirse en el lado más oscuro de las pasiones humanas. Ni hablar si ahora debían empezar a investigar a bestias que los superaban en salvajismo. No, definitivamente no. Él nada quería saber de un asesino licántropo, no cuando se rumoreaba que el mismísimo presidente de la república era un hombre lobo.

************************************************

El sol estaba apenas asomándose cuando llegó a la oscura casa. Sin hacer el menor ruido, dejó su bolso en el sótano y entró al baño. Una ducha rápida, una revisión de que todo hubiera quedado impecable y fue a la cocina. El aroma de los panqueques la despertó.

—¿No llegaste anoche?

—Lo hice, pero no quise despertarte. Alguien borró el inventario y tuvimos que hacerlo de nuevo, por eso tardé. Hoy es tu gran día ¿Estás nerviosa?

—Bastante. Espero que no se note mucho. Usaré perfume extra.

—Lo harás genial, amor. Sólo demuéstrales de lo que eres capaz.

Ella sonrió, sentándose a la mesa. No comió mucho, tenía el estómago apretado. Revisó el contenido de su bolso: teléfono, libreta de notas, bloqueador solar con supresores de feromonas, píldoras para regular la libido, perfume especial extra, las llaves del auto. Todo listo.

—Te falta esto —dijo Jay.

Le metió en el bolso un paquete de galletas de almendras.

—Ahora sí estás lista, Sara. Ve a atrapar a los malos.

                                    〜✿〜

Con la piel más cenicienta de lo habitual y notables ojeras, Max Benítez cruzó el pasillo principal de la estación de policías. Nadie diría que tuviera menos de treinta y cinco años, no cuando traía un caso difícil entre manos. Podía estar en silencio, comiendo en el salón, fumando en el patio o mirando la ciudad desde la azotea, pero su cabeza seguía trabajando. Siempre rejuvenecía luego de tomarse unas vacaciones, todos bromeaban con eso.

La unidad de homicidios estaba hasta el final de la estación. Saludó con un gesto de su mano a todos los detectives y oficiales con que se encontró. A Jenny, la oficial a cargo de los archivos, le dio un beso en la mejilla.

Ella se acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja, parpadeando rápidamente. Pese al estado ruinoso de Max cuando se estresaba, seguía pareciendo atractivo para sus compañeras femeninas. Un rostro bendecido con bastante simetría, un mentón firme y un cabello negro lustroso eran sus atributos, sin mencionar el cuerpo tonificado por el constante entrenamiento físico que su trabajo requería.

—¿El novato ya llegó?

—Hace como una hora. Está en la oficina, le entregué el archivo del caso.

—Eres la mejor, Jenny —dijo, guiñándole un ojo.

—Invítame a cenar.

La sonrisa seductora de Max se diluyó al poner un pie en la oficina que había compartido con Samuel. En el escritorio que ocupara su compañero por más de cuarenta años había una mujer. Rostro fino, cabello castaño perfectamente recogido en un moño bajo, enormes ojos que no perdían detalle de nada a través de las grandes gafas sin marco que usaba y joven, muy joven. Parecía recién salida de la escuela y no de la academia de policías.

—Nadie me dijo que eras mujer.

—¿Es eso un problema? —preguntó ella, dejando el informe que leía sobre el escritorio.

—Depende. Te dejaré las cosas claras...

—Rojas, Sara Rojas.

—Bien, Rojas. No estoy de humor. Sé que no es tu culpa, pero llegaste en un mal momento y mi paciencia es bastante escasa, no hagas que me desquite contigo. Ese es tu lado de la oficina, puedes llenarla de fotos de tus mascotas, poner flores, cambiar el orden del mobiliario, traer una silla ergonómica que se adapte a tu cuerpo, lo que quieras, pero en tu lado. No invadas mi espacio.

Sara asintió, con una sonrisa casi imperceptible.

—No me gustan los habladores, así que asegúrate de hablar lo justo y necesario. No soy una enciclopedia. Si no sabes algo, pregúntame únicamente cuando estés segura de que no puedes aprenderlo por tu cuenta. En este momento estás a prueba, así que tu iniciativa está supeditada a la mía. Todo lo que hagas será con mi aprobación, si no, olvídalo.

—Sí, señor.

—No me llames señor, no soy tu jefe, soy tu compañero, pero eso no significa que estemos al mismo nivel. Eres la novata, no lo olvides.

—Sí, compañero.

Max rodó los ojos. Se sentó tras su escritorio. Todo parecía estar en el mismo lugar, pero la oficina, con una pizarra en el costado y murales con fotografías y mapas, olía a perfume de mujer. Del primer cajón del escritorio sacó un pequeño control y encendió el aire acondicionado.

—Bien, Rojas. Dime lo que sabes sobre el caso.

Sara carraspeó y, tras inhalar profundamente, empezó.

—La víctima es un hombre identificado como Renato Cortés, de cuarenta años, divorciado. Presentaba múltiples fracturas en cuello y extremidades, presumiblemente por acción de terceros. Fue encontrado en un callejón de la avenida Rosario con la cuarta. Llevaba consigo su teléfono y billetera, por lo que se descarta un robo. La hora de la muerte está por confirmar, pero se piensa que pudo ocurrir entre las dos y tres de la mañana. Aún no se han encontrado testigos. El resto del informe son sus antecedentes personales.

—Bien. Mientras esperamos los resultados de la autopsia y el teléfono, Investigaremos a su entorno. Iré a hablar con la familia, tú irás a su trabajo ¿Puedes hacerlo?

—Claro. Tuve excelentes calificaciones en desarrollo de entrevistas y recopilación de testimonios.

—Ya no estás en la academia, Rojas. Recuerda no darles más información de la necesaria e intenta parecer que no vienes recién saliendo del cascarón o nadie te tomará en cuenta.

Intercambiaron números y Sara salió. Max relajó su semblante y suspiró. Habían pasado casi diez años, pero estaba seguro de haberle dicho lo mismo que Samuel le había dicho a él en su primer día.

Media hora después, Sara cruzaba el amplio vestíbulo de empresas K&R, líderes en el mercado de innovación y desarrollo y subía al ascensor. Bajó en el quinto piso, cruzó el pasillo, pasó por entre los escritorios y entró a la oficina del jefe del área de marketing, Renato Cortés era publicista.

De una oficina del séptimo piso, un hombre en impecable traje negro, a tono con su cabello, subía al ascensor privado. Alcanzó a poner un pie en el vestíbulo y se detuvo. Inhaló profundamente y, como si fuera posible, sus ojos pardos parecieron oscurecerse unos cuantos tonos. Pese a que su chofer ya lo esperaba en la entrada, se fue hacia las escaleras e hizo el camino de regreso. Se asomó al segundo piso. Nada. Tercer piso. Nada. Cuarto. Nada. Quinto. Ese era. La sutil esencia dibujaba un sendero intangible, pero tan intenso que lo atraía como un imán, a la vez que hacía brotar incontables recuerdos en su mente.

Parado en un extremo, recorrió el lugar con la vista. Paseó sus ojos agudizados por los rostros de todos sus empleados, que trabajaban dedicadamente en sus escritorios y también por las oficinas del costado y el fondo. Qué buena idea había sido que tuvieran muros de cristal. Dio unos pasos más y la encontró. No era como la recordaba, pero su olfato no lo engañaba. Y no era su esencia natural la que la había delatado, si ella la sabía ocultar tan bien, eran las galletas de almendras, fabricadas por la misma empresa durante décadas, con la misma formulación y de las que ella se había comido una antes de entrar al edificio.

—La mujer que está hablando con Núñez ¿Viene por trabajo? —le preguntó a la recepcionista del piso.

—No, señor. Ella se presentó como detective.

—¿Y qué hace aquí? ¿Ocurrió algo?

—Renato murió, al parecer lo mataron.

—Contacta a la familia —dijo luego de procesar la fatídica noticia—. Averigua si necesitan algo.

—Sí, señor Overon. Enviaré a alguien.

Misael Overon, joven empresario de treinta años, volvió a las escaleras y siguió su camino hasta la entrada del edificio, dejando atrás ese aroma a almendras igual como había hecho hace ocho años.

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