Silencios que pesan más que el agua

Esa noche hizo el amor.

Fue suave, lleno de miradas, de caricias, de nervios lindos. No fue perfecto, pero sí sincero. No fue por impulso, fue por conexión. El se siente bien por permanecer a alguien, ella se siente enamorada y feliz de pertenecerle solo a él.

Después, se quedaron abrazados. Fabiola dormía con una sonrisa en los labios. Austin no podía dormir... pero no por ansiedad ni dolor de cabeza. Esta vez no había tenido pesadillas.

Solo había un extraño vacío.

Y el cuerpo cálido de la mujer que le estaba enseñando a amar desde cero. No era virgen pero no se guardó nada para ella se entregó sin límites ni reservas.

Y luego del viaje ambos eran inseparables... Chicago se convirtió en el lugar donde podría cumplir sus sueños.

Los años pasaron con rapidez. Fabiola y Austin terminaron la carrera, se graduaron con altas notas y las miradas cómplices de quienes supieron que desde aquel viaje en la universidad, no volvieron a separarse.

Se casaron en una ceremonia sencilla, pero hermosa. Rodeados de amigos, flores y una brisa suave que acariciaba los rostros. Austin la miraba como si el mundo entero se redujera a ella. Y Fabiola caminaba hacia él como si ya supiera que estaba hecha para sus brazos. Juraron amor eterno y lo creyeron con toda el alma.

Se mudaron en una pequeña casa en las afueras de Chicago y él se hizo cargo del negocio familiar.

Durante los primeros años de matrimonio fueron felices. Rieron, viajaron, decoraron su casa con colores cálidos y una mezcla de estilos italianos y latinos. Se peleaban como todos, pero siempre se buscaban de nuevo. Él le preparaba café al despertar, ella le dejaba notitas de amor pegadas en el refrigerador. Había besos en la cocina, abrazos en los pasillos y bailes improvisados ​​en la sala.

Sin embargo, con el paso del tiempo, algo empezó a cambiar. Al principio fue una sospecha leve, luego una conversación entre miradas tristes, y después una verdad que se impuso como un muro entre los dos.

Fabiola no quedó embarazada.

Al principio no se preocuparon. “Todo llega cuando tiene que llegar”, decían. Pero los meses se convirtieron en años. Las pruebas dieron negativas una tras otra. Y aunque ambos sonreían por fuera, por dentro se quebraban un poco más cada día.

—Tal vez solo es estrés —dijo Austin una noche, mientras le acariciaba el cabello.

—Tal vez —respondió Fabiola, fingiendo una sonrisa.

Pero cuando apagaban la luz, ella lloraba bajito. Sentía que le fallaba. Que su cuerpo no era suficiente. Y aunque él nunca la culpó, el silencio comenzó a hacerse más largo entre ellos.

Fueron a los médicos. Se hicieron estudios. Ella era fértil, en teoría. Él también. Pero por alguna razón inexplicable, la vida no crecía en su vientre.

Un día, después de otra prueba negativa, Fabiola explotó.

—¿Y si Dios me está castigando por algo? —dijo con la voz quebrada.

Austin la abrazó fuerte, con el corazón apretado.

—No digas eso. No hay culpa en ti, amor. Si el destino no quiere que tengamos hijos, igual te tengo a ti. Y tú eres mi todo.

Ella lo besó con lágrimas en los ojos. Porque lo amaba. Porque le dolía no poder darle un hijo. Porque sentí que, a pesar del amor, algo entre ellos se estaba desgastando.

Y Austin, aunque no lo decía, a veces se levantaba por la madrugada, abría la caja donde aún guardaba su viejo diario y la foto de aquella chica… Celine. La veía por segundos, con esa misma punzada que jamás terminó de entender. Pero la volvía a guardar.

—Tú ya no importas —murmuraba.

Pero algo dentro de él sabía que no era tan cierto—Tu debes haber dado a luz y estás feliz con tu esposo.

La vida continuaba. Las noches se hacían más silenciosas. Y en los huecos del amor, empezaban a crecer las dudas.

Hasta que un día, el pasado tocó la puerta.

Y esta vez, no venía solo.

Era una tarde común. Fabiola buscaba unos papeles importantes en la habitación de almacenamiento, un cuarto donde guardaban desde libros viejos hasta cajas con recuerdos que nunca se atrevieron a botar. Austin no estaba en casa. Ella rebuscaba entre carpetas cuando, en el fondo de un estante, vio una caja de cartón marrón, algo polvorienta.

No tenía nombre, ni marcas. Solo una caja olvidada entre tantas cosas.

La depresión con cuidado. Al abrirla, no esperaba encontrar lo que encontró.

Un anuario. Un diario de t***s azules gastadas. Una foto arrugada de Austin con otra chica.

Fabiola sintió cómo algo le palpitó fuerte en el pecho. La foto no era inocente. No era de amigos. Era íntima. La chica—con unos ojos que gritaban amor—estaba sonriendo cerca de los labios de Austin. La posición de ambos, la expresión, la atmósfera… todo hablaba de un “nosotros” que ya no existía, pero que evidentemente alguna vez fue real.

Sus manos temblaban. Abrio el diario. Comenzó una mirada lasciva.

"No debería enamorarme de ella, pero es imposible. Su sonrisa me rompe."

“Celine cumplió quince hoy… le regalé la pulsera que elegí con tanto cuidado…”

“Cuando estamos juntos, todo desaparece”.

Una lágrima cayó en la página. Luego otra. Y otra más.

Justo en ese instante, Austin entró en la casa. La encontré sentada en el piso, con el diario en una mano, la foto en la otra. Sus ojos estaban rojos. Pero no lloraba de rabia. Lloraba de dolor, de confusión, de no entender quién era el hombre con el que compartía su vida.

—¡¿Qué estás haciendo!? —explotó Austin al ver lo que tenía en las manos. En segundos cruzó la habitación y le arrebató el diario como si le estuvieran arrancando algo del alma.

— ¿Quién es ella? —pregunta Fabiola, con voz apagada—. ¿Por qué nunca me hablaste de esto?

—¡Porque no importa! ¡Porque está en el pasado! —grita él, fuera de sí, sin saber porqué. Sentía el pecho cerrado, la cabeza caliente.

Celine...ese nombre hace que le duela la cabeza.

—Entonces… ¿por qué lo guardabas? —susurra ella, de pie ahora, con los ojos vacíos.

Austin no respondió. Se marchó al patio con el diario, la foto, el anuario. Prendió fuego. Vio cómo las hojas se retorcían, cómo los rostros desaparecían entre las llamas. Fabiola lo miraba desde la puerta, sin moverse.

—No lo hago por ti —le dijo, sin mirarla—. Lo hago por nosotros.

Pero ella no respondió.

Esa noche, Fabiola no quiso cenar. No quiero hablar. No quise dormir en la misma cama.

Y al día siguiente, no quiso levantarse.

Pasaron los días. Y ella seguía igual. En silencio. Con los ojos perdidos. Comía poco. Apenas hablaba. No quería ver a nadie. Solo pasaba horas sentado en la ventana, mirando hacia la calle, como si esperara que alguien llegara… o como si estuviera despidiéndose.

Austin se sentía culpable, impotente, furioso consigo mismo. Por no haber botado ese diario antes. Por no haberle contado todo. Por no saber cómo ayudarla ahora.

Una noche, se sentó a su lado, tomó su mano fría entre las suyas y le habló con el corazón en carne viva.

—No sé qué más hacer para que me creas que lo que fue, fue. Que ahora solo estás tú. Que si alguna vez amé… ya no lo recuerdo. Que si dolió… ya lo quemé. Que si queda algo, es nada más un vacío que tú llenaste.

Fabiola lo mira. Por primera vez en días, lo mira de verdad. Y entonces, con voz bajita, como si doliera respirar, le dijo:

—Pero yo no puedo competir con un recuerdo, Austin. Porque aunque lo hayas quemado… lo viviste y lo conservaste. Y yo... yo no tengo forma de hacerte olvidar algo que fue tan fuerte, que ni el accidente pudo borrarlo del todo.

Él se quedó mudo.

Porque lo que ella decía era cierto.

Y el amor, aunque fuerte… a veces no alcanza para curar lo que duele tan profundo. Austin se enfocó más en convertirse en un Ceo respetable y un mafioso temible.

Meses después, el teléfono sonó a las 5:43 a.m.

Austin se levantó sobresaltado, con esa angustia que sólo traen las llamadas de madrugada. Fabiola, aún medio dormida, lo vio quedarse quieto, con el auricular en la mano y los ojos clavados en el piso. No dijo nada. Solo colgó.

—¿Qué pasa?

—Mi abuela... Sofía. Murió esta madrugada.

Fabiola se levantó de inmediato y lo abrazó sin decir palabra. Sabía que él no guardaba muchos recuerdos. Ella había significado algo para él, aunque casi nunca hablara de ella.

Tres días después, aterrizaron en Nueva York, la ciudad donde Austin había pasado parte de su juventud. Fabiola no lo soltó ni un segundo. El aire del lugar olía a humedad, a recuerdos que habían estado encerrados demasiado tiempo.

En el cementerio, los cipreses altos bordeaban los senderos con su sombra alargada. A lo lejos, en la entrada principal, un hombre de presencia imponente esperaba con gesto endurecido. Traje negro, bastón de madera oscura, y una mirada que cortaba el aire.

—Giovanni Costelo —susurró Fabiola, reconociéndolo por las fotos antiguas. El abuelo de Austin. Viejo zorro, aún de pie en medio del luto.

—Llegaste tarde, pero llegaste —dijo Giovanni, estrechando la mano de su nieto con firmeza, aunque sin emoción—. Sofía te quería aquí. Cumpliste. Haz crecido verdaderamente.

Fabiola se acercó y lo saludó con respeto. Giovanni la miró de arriba abajo antes de asentir, como si evaluara su valor en silencio.

—Te ves más sano, Austin. Que eso no significa que te estés ablandando —gruñó antes de dar la vuelta y avanzar hacia el panteón familiar.

En otro sector del cementerio, a pocos metros de distancia, una pequeña comitiva vestida de negro despedía a otro muerto. Una colega leal de alguien que no solía llorar a los suyos en público.

Demetrio Gambino sostenía el sombrero en las manos mientras observaba cómo bajaban el ataque al hoyo. No hablaba. No parpadeaba. Solo observaba.

Cuando Austin lo vio, algo en el ambiente se tensó. Demetrio lo miró directo y susurro algo a su asistente. No se conocían, pero se habían oído nombrar.

Media hora después de que Austin salió a fumarse un cigarrillo, pero se dio cuenta que había perdido su encendedor, cuando levanta la mirada, ahí estaba también Demetrio con un puro en la mano.

—¿Tiene fuego?

—Por supuesto.

Austin se acercó, rompiendo la distancia con paso tranquilo. Fabiola, a unos pasos, se quedó mirando. Lucas Costa —su socio y amigo— lo siguió discretamente. Y detrás, Lorenzo Bianchi, el hombre que manejaba los asuntos sucios del puerto, lo observaba todo como quien ya sabe cómo va a terminar cada movimiento.

—Costelo —dijo Demetrio, sin dejar de mirar la tumba.

—Gambino —respondió Austin, firme.

—No es momento de hablar de negocios… pero tú y yo deberíamos sentarnos pronto.

—Si son buenos negocios que me convengan, estoy más que dispuesto —respondió Austin, con una media sonrisa.

—Mi secretaria se comunicará contigo —agregó Demetrio, antes de voltear a mirar directamente a los ojos de Austin por primera vez—. Clara, ¿puedes agendar eso?

Desde unos pasos más atrás, Clara Moretti —la elegante y leal secretaria de Austin— se acercó. Ella y Demetrio ya habían cruzado mensajes por canales discretos. Es tanta su confianza que su mano se posó con naturalidad en su cadera. Ella sabía cómo moverse en esos terrenos donde la muerte y el poder caminaban juntos.

—Será un gusto, señor Gambino —dijo Clara con diplomacia. Pero su tono firme demostraba que era mucho más que una secretaria bonita.

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