30 Días Antes del Divorcio: ¡Estoy Embarazada!
30 Días Antes del Divorcio: ¡Estoy Embarazada!
Por: Sathara
Capítulo 1: Una «don nadie»

JULIA RODRÍGUEZ

Treinta días. Eso era todo lo que quedaba de nuestro contrato matrimonial. Después de dos años, no parecía mucho, pero eso no significaba que no doliera.

Treinta días más fingiendo ser la esposa de un hombre que nunca me permitió llamarlo por su nombre sin su permiso. Treinta días más bajo el mismo techo, durmiendo en la misma cama, respirando el mismo aire y viviendo mundos completamente opuestos, pero… ¿cómo había empezado todo?

—Debe de ser muy frustrante que siendo la mejor en tu país, aquí seas una «don nadie» —Me había dicho Matthew Grayson, mi jefe, una vez que le había entregado mi renuncia. La veía como quien ve un volante en la calle, sin interés, incluso con cierta actitud de desprecio. 

Esa loción mezclada con cuero y tabaco lo hacía más atractivo de lo que ya era.

Las cosas se habían vuelto una locura con el cambio de gobierno. Los latinos no tenían un lugar en el «país de la libertad», y estaba asustada. Aunque tenía una visa por trabajo, no era suficiente para que los de migración no me detuvieran como una criminal y de una patada en el trasero me regresaran a México. 

—Has resuelto problemas en la empresa que mis mejores empleados no pudieron —agregó Matthew pensativo y desvió el papel con arrogancia, mientras yo lidiaba con un nudo en el estómago—. No puedo darte el empleo de jefa del departamento de tecnología, sería injusto y en este punto no tendría sentido.

¿Injusto? ¡Claro! Aunque era mejor que ellos, no podía competir con su superioridad «americana». Agaché la mirada. Esperando lo peor. Incluso creí que en cualquier momento la policía atravesaría las puertas y me sacarían de su oficina arrastrándome de manera humillante.

—Lo único que puedo ofrecerte es matrimonio —susurró mientras veía por la ventana, con la prepotencia de un Dios que ve al mundo a sus pies como si fuera una granja de hormigas.

—¿M-matrimonio? —tartamudeé. ¿Había escuchado bien?

—¿No quieres la «green card»? —preguntó con burla, entornando los ojos—. Necesito que sigas resolviendo los problemas de la empresa y tú necesitas quedarte. Sencillo, ¿no?

Sería una vil mentirosa si no admitiera que mi corazón se aceleró. Pensé que ese sería el inicio de una historia de amor, la que había visto tantas veces en películas y series. La mujer en desventaja que es salvada por el hombre guapo y adinerado, pero… para lo que no estaba preparada era que nuestro matrimonio nunca dejó de ser un trato. Un papel firmado con cláusulas precisas, sin espacio para errores ni ilusiones. 

Fue un intercambio de conveniencia. Pero yo, estúpidamente, olvidé que el corazón no entiende de cláusulas ni de fechas de expiración.

Me enamoré de su silencio, de su frialdad y de su disciplina. De ese hombre imposible de alcanzar que nunca se descomponía, que nunca perdía el control. Me enamoré de un muro de hielo que, por más que toqué con mis manos desnudas, nunca se derritió.

Durante dos años intenté ser la esposa perfecta. Cocinaba para él, aunque jamás comiera conmigo. Lo cuidaba cuando enfermaba, pese a que, cuando se sentía mejor, me decía que nunca me pidió ayuda y no tenía por qué darme las gracias. Trabajaba horas extras solo para aligerarle la carga, pero jamás reconoció mis logros, ni siquiera admitió que hacía un buen trabajo. 

Cada vez que él se acercaba a mí por las noches, cuando su necesidad lo empujaba a buscarme como quien busca alivio, yo cerraba los ojos y me aferraba a la ilusión de que, tal vez, algún día... me miraría con algo más que deseo.

Pero nunca ocurrió, y terminé ahí, frente a él, a treinta días de que todo terminara y fuera libre de un amor no correspondido que estaba pudriendo mi alma. Me había arrebatado mi sonrisa, mi alegría y mi amor propio. 

Quería libertad, y al mismo tiempo aún guardaba la esperanza de que me viera a los ojos y se diera cuenta de que fui la mujer más dulce, detallista y trabajadora que jamás en la vida pudo encontrar. 

—¿Cuándo te dije que quería rescindir el contrato? —me preguntó sin siquiera levantar la mirada de su computadora. Para él, no había nada que yo pudiera decir, fuera de lo laboral, que valiera la pena escuchar. 

—No lo hiciste —respondí con una serenidad falsa—. Pero yo sí quiero hacerlo. 

Con sutileza empujé el papel de divorcio, acercándolo a él, arrastrándolo por la superficie del escritorio sin querer molestarlo, pero al mismo tiempo deseando que lo viera. 

No reaccionó. Ni un ceño fruncido, ni un gesto de sorpresa. Simplemente siguió escribiendo en su teclado como si yo fuera una voz en el fondo, un ruido más entre sus obligaciones.

Quise gritarle. Quise preguntarle por qué demonios había dejado que me desgastara de esa manera, por qué me había usado como una herramienta y nada más. Pero ya no tenía fuerza. Estaba vacía.

Lo que más dolía no era que no me amara. Era que nunca intentara siquiera verme como una persona.

Pero él no tenía la culpa, él siempre fue sincero con su rechazo hacia mí y con sus objetivos, nunca me quiso, nunca me dio las señales de que siquiera lo quisiera intentar, todo fue mi culpa, por pensar que dentro de esa coraza indestructible había un hombre con sentimientos que podría verme de manera diferente cuando le diera mi amor. 

Nunca pasó. 

—¿Se te olvido la única regla que te di? —preguntó con arrogancia, por fin viéndome por encima de su pantalla—. No discutas. No preguntes. No reclames. Solo responde con un sí.

 Y yo, como una idiota, obedecí todos esos años, porque lo amaba.

Qué absurdo.

—Ya no tengo que seguirla si nuestro matrimonio se disuelve —contesté queriendo mantenerme firme, pero por dentro me estaba desmoronando. 

Atravesé la pequeña sala de su despacho, con pasos lentos. Él seguía sentado, impecable, concentrado en un informe financiero como si su mundo no se estuviera desmoronando al mismo tiempo que el mío. Me giré para irme, pero antes de alcanzar la puerta, lo escuché levantarse.

Me quedé estática mientras se movía por el lugar con elegancia y ese aire de superioridad. Pasó a mi lado sin siquiera voltear a verme y cerró la puerta con llave. Me había encerrado en su oficina con él. Cuando volteé lo encontré bajando las persianas.

—¿Qué pasa Julia? ¿Por qué estás haciendo este berrinche tonto? ¿Me extrañas? —me preguntó con una voz tan baja que me erizó la piel. Su sonrisa era afilada y burlona, pero sus ojos parecían los de un águila, clavados en su objetivo que era yo. 

—¿Qué? —alcancé a decir, más por reflejo que por interés—. Yo no… Yo no estoy haciendo ningún berrinche. 

Con cada palabra que decía, él se acercaba un poco más, hasta que me sujetó del mentón con firmeza y acercó su rostro al mío.

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