El sol se colaba entre las ventanas altas del refugio, proyectando haces dorados sobre el suelo de piedra antigua. Era temprano, pero los niños ya comenzaban a despertar, algunos con risas tímidas, otros con miradas de desconcierto. La rutina aún era nueva para ellos. Dormir sin cadenas. Comer sin contar los segundos. Caminar sin mirar hacia atrás.
Isabella estaba en la cocina común, con una bata de lana encima del pijama y el cabello recogido en un moño desordenado. Revolvía una olla de avena mientras Karina picaba frutas frescas.
—¿Crees que prefieran miel o canela? —preguntó Isabella con una sonrisa suave.
—Yo habría elegido chocolate si tuviera cinco años —respondió Karina entre risas.
Vanessa entró con la más pequeña del grupo, una niña llamada Lía, de apenas tres años. Tenía una muñeca de trapo en los brazos y el cabello lleno de pequeñas trenzas que Fabio le había hecho la noche anterior.
—Dice que quiere desayunar “como las mamás” —dijo Vanessa, guiñando un ojo.
Isabella