El helicóptero descendió suavemente en un claro resguardado por bosques altos, rodeado de neblina matinal. El refugio seguro no era un búnker militar, ni una instalación gubernamental. Era una antigua abadía reformada, lejos de radares, cámaras y conflictos. Silenciosa, aislada… pero viva.
Isabella bajó primero, seguida por Karina y Sienna, mientras los paramédicos deslizaban las cápsulas móviles donde yacían los niños. La mayoría aún dormía bajo los efectos de los sedantes. Otros, comenzaban a moverse, asustados, desorientados.
Uno de ellos —un niño de unos nueve años, cabello rizado y mirada profunda— abrió los ojos y tomó la mano de Isabella.
—¿Ya no duele? —susurró.
Isabella se arrodilló junto a él. —No, cariño. Ya no duele. Ya estás a salvo.
El niño le tocó la cara con dedos temblorosos. —¿Tú también estuviste allá?
Ella asintió con los ojos húmedos. —Sí. Y sobreviví. Como tú.
Dentro del refugio, las salas estaban preparadas: camas cálidas, mantas tejidas, muñecos de tela,