La lluvia tropical de Costa Rica caía con la fuerza desbordada de un castigo bíblico, extendiéndose sobre la vegetación con una intensidad que parecía querer borrar al mundo entero. La cabaña improvisada donde Diego estaba resguardado temblaba bajo aquel diluvio incesante; la estructura, frágil y devorada por las enredaderas, daba la impresión de estar siendo absorbida lentamente por la selva, como si la jungla tuviera hambre de humanidad y quisiera reclamar todo aquello que los hombres habían osado construir. El techo de lámina vibraba con cada golpe de las miles de gotas que descendían sin descanso desde un cielo que se había convertido en una masa gris, baja e infinita.Diego permanecía de pie junto a la ventana, con sus ojos fijos en esa selva que se expandía como un océano verde, un lugar donde
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