El beso en el escritorio con Alejandro había sido un potente limpiador emocional, un reinicio. Pero, inevitablemente, tuve que volver a la mansión, y en ese ambiente viciado, el reinicio no duró.Las cosas no mejoraron, sino que empeoraron.Isabela había regresado del hospital y se había instalado en casa con el aire de una reina convaleciente, más insoportable y quisquillosa que nunca. Exigía silencio absoluto por las mañanas, luego música a todo volumen por las tardes. Criticaba la comida del chef, la luz de la lámpara que yo había escogido, y cada una de mis decisiones. No era solo control; era una venganza pasiva.Se había convencido a sí misma de que el colapso la absolvía de cualquier responsabilidad.Un día, mientras revisaba algunos documentos en casa, Isabela apareció con un puchero.— Amber, ¿por qué está el jarrón de porcelana de la sala de música en el suelo? Lo dejaste en el borde del pedestal, ¿verdad? Sabes que mi equilibrio es delicado.Me puse de pie, sintiendo el ago
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