El aire de la noche olía a libertad. A asfalto mojado, a distancia, a una vida que ya no me pertenecía. El motor del coche negro ronroneaba como un gato paciente, su puerta trasera abierta como una boca oscura que me invitaba a entrar y ser devorada por la normalidad.Rojas esperaba, impasible, su silueta recortada contra la luz tenue del vestíbulo. No me apremiaba. No me amenazaba. Solo esperaba. Era la prueba final, la más cruel de todas.Un paso. Solo un paso me separaba del coche, de la farsa de seguridad que me llevaría de vuelta a mi apartamento, a mi teléfono lleno de mensajes de Amanda sin contestar, a la mirada compasiva de mis compañeros del HUSA, al fantasma de Darío y a la sonrisa venenosa de Romina.“Vete”, me ordenó una voz en mi interior, la voz de la doctora Clara Montalbán, la que juró ayudar, la que creía en el bien, en la ley, en la cordura. “Sal de esta pesadilla. Denúncialo. Él no puede controlarlo todo.”Pero otra voz, más baja, más reciente, susurraba desde las
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