El reloj del coche marcaba las 12:01 de la tarde cuando Maximiliano detuvo el vehículo frente al colegio. Ana Lucía, sentada en el asiento del copiloto, miraba por la ventana con una mezcla de ansiedad y ternura. A pesar de haber pasado un día entero trabajando en las oficinas de Santillana, lo que más le aceleraba el corazón era ver a Emma salir por esas puertas, con su mochila a cuestas y esa energía única que solo los niños tienen.Maximiliano, relajado, tenía una mano sobre el volante y la otra descansando cerca de la suya, casi tocándola.—¿Lista para la mejor parte del día? —le dijo con una sonrisa ladeada.Ana Lucía asintió, devolviéndole la sonrisa. No hacía falta explicarlo: ver a Emma era, sin dudas, lo mejor de todo.La campana del colegio sonó y en pocos segundos, el patio se llenó de risas, pasos agitados y mochilas rebotando en espaldas pequeñas. Y allí, como un imán para su corazón, apareció Emma. Con su uniforme ligeramente arrugado, dos colitas despeinadas y una sonri
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