El reloj marcaba las seis de la mañana, y la luz tenue del amanecer apenas comenzaba a bañar las cortinas gruesas de la habitación. Amatista estaba sentada en la silla junto a la cama, sus ojos fijos en Enzo. Él dormía, pero incluso en el sueño, parecía inquieto, atrapado en una lucha interna que ella no alcanzaba a comprender del todo. Había pasado toda la noche allí, incapaz de cerrar los ojos, perdida en sus pensamientos, enredada en las palabras de Roque.Las horas transcurridas desde que Enzo se había desplomado en la cama se sentían como una eternidad. Amatista no podía apartar de su mente la conversación que había tenido con Roque, quien, con un tono grave y pausado, le había explicado lo mucho que Enzo sacrificaba para protegerla. No podía evitar sentirse culpable; él cargaba con un peso que ella no lograba imaginar, y su rechazo de la noche anterior, aunque justificado, ahora le parecía cruel.Suspiró profundamente. Sabía que, una vez más, tendría que ceder. Amaba a Enzo, de
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