El silencio entre Elena y Alexander se extendía como un abismo. La habitación del hotel, con sus paredes color crema y sus cortinas de seda, parecía encogerse a su alrededor. Elena sentía que cada respiración costaba más que la anterior. Las palabras de Anna seguían resonando en su cabeza, como un eco imposible de acallar. —¿Quién es Anna realmente, Alexander? —preguntó finalmente, su voz apenas un susurro en la quietud de la habitación. Alexander, que había estado mirando por la ventana hacia las luces de la ciudad, se tensó visiblemente. Sus hombros, siempre firmes y seguros, parecieron cargar de repente con un peso invisible. —Una persona del pasado —respondió sin voltearse—. Nada que deba preocuparte ahora. Elena se acercó, sus pasos amortiguados por la alfombra. La rabia y la confusión se mezclaban en su interior como una tormenta. —Me dijo cosas... cosas sobre ti, sobre mí. Sobre nosotros —insistió—. Dijo que tú no eres quien yo creo. Alexander se giró entonces, y Elena pudo ver
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