EMILIALa escena frente a mí era casi surreal. Mi papá, con su bastón de madera pulida, su traje italiano y su sonrisa ensayada de político en retiro, se inclinaba ligeramente hacia Renata como si le susurrara una propuesta indecente disfrazada de cortesía. Y ella no lo evitaba.No apartaba la mirada, tampoco fingía incomodidad. Todo lo contrario, le sonreía. Jugaba su papel con precisión quirúrgica. Asentía, sonreía con sutileza, tocaba su copa de vino sin beber. Lo dejaba hablar, y mientras lo hacía, ladeaba la cabeza como si cada palabra fuera una joya que valiera la pena escuchar. La muy perra sabía lo que hacía.Me incliné apenas hacia adelante, los codos sobre la mesa, los ojos fijos en la manera en que Renata le rozaba el brazo a mi padre al recibir un supuesto cumplido. Tony, a mi izquierda, mascaba aire con la mandíbula tensa. Leo, a mi derecha, ya tenía una lista entera de insultos guardados detrás de los dientes.— Mírenlos —. Murmuré apenas, con una sonrisa amarga—. Al fin
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