Amy—Nos vamos —dijo el hombre que solo había entregado su esperma para que mi hermano y yo naciéramos.Nathan levantó la cabeza, abriendo la boca para decir algo, pero le puse una mano en el brazo, apretando.—No, —le susurré para que solo él escuchara—. No digas nada.Él me miró con el ceño fruncido; sin embargo, entendió. Este hombre no era alguien con quien discutir.—Vamos, —repitió sin paciencia, señalando la puerta.Caminamos detrás de él en silencio, yo sosteniendo la mano de Nathan con fuerza. Cuando salimos de la habitación, noté que ya no había nadie afuera. Ni Joaquín, ni la tía, ni siquiera Felipe o Romina. Estábamos solos con el donador de esperma.Nos llevó a la salida del hospital, donde un auto azul con vidrios polarizados nos esperaba. Un hombre alto y con cara de pocos amigos nos abrió la puerta de atrás, y Gustavo nos hizo señas para que subiéramos.Nathan miraba por la ventana, sus labios apretados, mientras yo intentaba entender cómo habíamos llegado a esto.Des
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