Gael.La noche envuelve la ciudad con su aliento gélido mientras camino con paso firme, siguiendo el rastro de sangre que brilla en la acera como un hilo visible que me conduce a un cruel destino. A mi lado, el silencio es denso, casi opresivo. No se escuchaban autos ni voces, sólo el eco amortiguado de mis pasos. Sin voltear, indico con un gesto de la mano a uno de mis hombres que rodee el edificio, mientras que yo desvío hacia el otro lado, fundiéndome con las sombras que se proyectan en la antigua fábrica.La estructura de hierro y ladrillo, que antes era una ebanistería de la familia real, se irgue como un cadáver imponente que se niega a caer, a pesar del abandono y del tiempo. Las puertas ceden con un chirrido agudo, como si protestaran por ser abiertas. Adentro, el aire es espeso, una mezcla de polvo, aceite rancio y madera vieja.— ¡Jovan Malaspina! —llamo con voz baja pero firme al padre de mi esposa. Nadie responde— ¡Señor Malaspina! —insisto.Avanzo con lentitud, los pasos
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