Liam asiente con una rigidez casi mecánica, con su mandíbula apretada con tanta fuerza que el dolor se extiende hasta sus sienes. Contiene las palabras que luchan por escapar, aquellas que, de ser pronunciadas, solo lo hundirían más en su propia miseria. Sin mirar atrás, se retira de la habitación, con pasos medidos, aunque por dentro su mundo se derrumba. Su corazón, hecho añicos, late con un ritmo caótico, tratando de encontrar sentido en la cruel realidad que acaba de golpearlo. Ignora las palabras de Kate porque su voz suena lejana, irrelevante, cada latido es un eco de rabia, de desesperanza, de la amarga certeza de que, una vez más, ha perdido algo que nunca pudo tener por completo. Cuando sale al exterior, el aire frío lo golpea como una bofetada, arrancándolo de su ensimismamiento. Aspira hondo, dejando que el gélido viento lo sacuda, lo despierte, pero la opresión en su pecho no se disipa. El sol brilla débilmente sobre él, tiñendo la ciudad con un resplandor plateado,
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