Cristóbal se tensa a mi lado, pero no dice nada. Sabe que este no es su momento, que la tormenta que acaba de irrumpir en mi oficina no está dirigida a él. Es para mí. Exclusivamente para mí.
–¿Quién te crees para venir a faltarme el respeto? –mi voz sale apenas como un murmullo, pero cargada de indignación. Un nudo se forma en mi garganta mientras, impulsada por un furor imparable, le doy un empujón. Pero él, inquebrantable, ni siquiera se mueve. Su firmeza es tan absoluta que mi gesto parece no haberlo tocado en lo más mínimo. –¿Acaso no te das cuenta de quién soy yo?– Las palabras salen de mis labios con una mezcla de rabia y desesperación. Estoy decidida a no dejarme pisotear, a defenderme con uñas y dientes si es necesario. No importa cuánto me duela el corazón.
–Soy quien debe protegerte, Amara –responde con voz fría como el acero. Cada palabra que pronuncia se clava en mí como una daga afilada, robándome el aire. Como si estuviera hablándome desde un lugar lejano, un lugar