La habitación se había quedado en un silencio asfixiante. Nas no podía apartar la vista del teléfono, de esa foto suya bajo la palabra “desaparecida”, como si de pronto el mundo que intentaba ignorar hubiera irrumpido con violencia en su refugio. Cuando alzó la vista, Dominik seguía de pie, imponente, con los puños cerrados a los costados. Su respiración era pausada, demasiado controlada, y eso la inquietaba más que cualquier grito. —¿No vas a decir nada? —preguntó ella al fin, con la voz quebrada. Él la miró fijo, con esa intensidad que la dejaba sin aire. —¿Qué quieres que diga? —su voz fue baja, cargada de tensión—. ¿Que me parece bien que pienses en volver con ese hombre? Ella frunció el ceño, sintiendo que se le retorcía algo en el pecho. —Es mi padre, Dominik. Está buscándome porque le importo… porque soy su hija. Dominik avanzó un paso, acortando la distancia. —¿Y acaso yo no…? —se contuvo de golpe, apretando la mandíbula. Dio media vuelta, como si las palabras le hubie
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