Prisionera de Vlad Sarkov
Prisionera de Vlad Sarkov
Por: NatsZ
I Ojos prohibidos

Aquel era el quinto día de trabajo de Samantha en la mansión Sarkov y se alegraba de lo bien que se le estaba dando todo. El trabajo no era muy pesado, sus jefes eran respetuosos y la paga era magnífica. Planeaba irse de intercambio a estudiar a Europa y su trabajo de medio tiempo no le permitiría ahorrar lo suficiente para el viaje, así que buscó en los anuncios clasificados una mejor opción.

Jamás pensó que dar clases particulares a un niño rico cambiaría su vida para siempre.

—Bien, Ingen, repasemos las tablas de multiplicar —indicó, tomando notas en su libreta para calificar al pequeño.

Ingen era el hijo menor de la familia Sarkov. Apenas a sus diez años ya consideraba la experiencia escolar como todo un fracaso y había desertado. El maltrato que sufrió por parte de sus compañeros le hicieron imposible siquiera volver a pisar un colegio y sus padres, a quienes la lujosa mansión decía a gritos que les sobraba el dinero, decidieron que se educara en casa.

Ingen recitó las tablas tal como se lo habían pedido y sonrió con alegría al hacerlo a la perfección.

—¡Te ganaste una estrellita! —felicitó Samantha, pegándole una calcomanía en la frente.

Los ojos del niño se llenaron de júbilo por tal premio que, aunque sencillo y hasta infantil, era el fruto de su esfuerzo. Samantha le sonrió de vuelta, mirando atentamente esos ojos que eran el motivo de que el pequeño necesitara una maestra particular y de que ella pudiera ahorrar lo suficiente para viajar: uno era verde y el otro gris.

—Hoy es un día hermoso, vayamos a seguir la lección en el jardín —sugirió ella y el niño le cogió la mano.

Así cruzaron la enorme casa, una mansión emplazada entre unas colinas, alejada bastantes kilómetros de la ciudad. No sabía con certeza la extensión del terreno, pero con lo que había recorrido, no había encontrado todavía los muros perimetrales. A pocos metros de la casa, el estupendo jardín, con decoraciones neoclásicas, se convertía en un bosque.

—Bien. Tu tarea es encontrar una cadena alimentaria y describir el rol de cada nivel. ¡Vamos, a trabajar!

El niño salió con presteza a inspeccionar los alrededores. Las clases de ciencias eran sus favoritas y no quería defraudar a su maestra. Ella era la cuarta que le habían contratado y le había gustado en cuanto la vio. Tenía el cabello castaño como el chocolate, los ojos verdes como uno de los suyos, la sonrisa radiante y la voz melodiosa; era amable y no lo hacía sentir diferente.

Ella era especial y no dejaría que se fuera nunca.

—Señora, el avión del joven amo Vlad acaba de aterrizar —informó Igor, el jefe de los mayordomos.

Era él un hombre muy serio y se encargaba de que todo funcionara en la mansión con precisión suiza.

—Bien, asegúrate de que la cena de bienvenida esté lista a tiempo —pidió Anya Sarkov.

La señora de la casa era una mujer rubia que lucía bastante joven y en forma aun después de haber dado a luz a tres hijos. Y criarlos no había sido tarea fácil. Maximov, el mayor, y quien debía encargarse de dirigir las empresas familiares, amaba la música y a eso se habría dedicado de no haber muerto trágicamente a los dieciocho años. Una brillante vida desperdiciada. Ingen, el menor, había nacido con esa extraña apariencia de sus ojos que, a su corta edad, lo estaba convirtiendo en un paria, dificultando que encajara en los grupos, alejándolo del resto y mermando sus habilidades sociales, sin mencionar el asma que lo hacía débil e indefenso. Ya había perdido las esperanzas en él, sólo deseaba que no terminara descarriado como el mayor.

Las esperanzas de continuar la tradición familiar estaban puestas en el hijo del medio, Vlad. A sus veinticuatro años, el joven lideraba su propia división en las empresas Sarkov y sus utilidades iban en aumento. Era responsable, alejado de la vida licenciosa y un soltero codiciado entre las mujeres de la alta sociedad. Él era su orgullo, aunque no era perfecto. Había un lado oscuro y solitario que lo alejaba del resto, volviéndolo distante y frío. Sólo esperaba que una buena mujer, recatada y con linaje, ablandara ese corazón, haciéndolo feliz. Esa era su meta para este año, encontrar a la nuera perfecta.

Por el camino asfaltado que avanzaba entre las colinas, un auto negro transitaba silente, llevando en su interior a Vlad Sarkov, cuyo avión acababa de aterrizar en el aeródromo familiar. El joven, de cabello negro y pálida piel, miraba con aburrimiento los terrenos del jardín en los que se internaban hasta que vio a dos personas correr a lo lejos por sus verdes parajes.

—Markus ¿Quién es la mujer que está con mi hermano? ¿La conozco?

—No. Debe ser la maestra particular —supuso el chofer, intentando distinguirla a la distancia—. El joven amo Ingen ha dejado de ir a la escuela.

El chofer se sobresaltó al oír el rechinar furioso de los dientes de Vlad, a quien su mal temperamento precedía.

—Muchas cosas han pasado desde que me fui. Es tiempo de corregirlas —aseguró, llegando por fin a su casa.

〜✿〜

—¿Cómo es eso de que dejaste de ir a la escuela? —cuestionó Vlad durante la cena.

El pequeño Ingen se sobresaltó. Incapaz de hablar y sintiendo que el aire le faltaba, miró a su madre por ayuda.

—No se llevaba bien con sus compañeros —dijo ella con simpleza, degustando la deliciosa comida que sus expertos chefs habían preparado—. ¿Te ha gustado la langosta? Las trajimos del mediterráneo especialmente para ti.

—¿Cambiarlo a otra escuela no era una opción?

Ahora era ella la cuestionada. Lamentaba que su esposo no estuviera para apoyarla, pues se encontraba de viaje.

—Ya lo hemos cambiado varias veces y es siempre lo mismo.

El pequeño bajó la cabeza, persiguiendo con el tenedor un trozo de carne, sin atreverse a pincharla. Él era el problema una vez más.

—¿No pensaste en hacer que los que se cambiaran fuesen los otros?

La mujer lo miró con sorpresa. La idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza por considerarla completamente absurda. Eran muchos niños, tal vez un salón completo.

—Yo hablaré con los padres para que se lleven a sus hijos malcriados a otro lugar y tú volverás a clases. Jugueteando en el jardín no aprenderás nada.

Ingen lo miró con los ojos llorosos. Su hermano ni siquiera se molestaba en mirarlo, veía la langosta. Volvió a pedir silentemente ayuda a su madre.

—La maestra es muy competente e Ingen se lleva bien con ella.

—No me importa, madre. El mundo es duro e Ingen debe hacerse fuerte. ¿Qué es esa m****a que tienes pegada en la frente? Quítatela.

El niño tocó la estrella que seguía pegada orgullosamente en su lugar y se levantó de la mesa. Salió corriendo y respirando jadeantemente. Uno de los mayordomos, que se mantenía de pie en un rincón del comedor, lo siguió para asegurarse de que estuviera bien.

—Eso pasa porque padre y tú lo consienten en todo.

—Probablemente tengas razón, querido. Lo dejaré en tus manos —suspiró ella dando la conversación por terminada para seguir comiendo la langosta en paz.

〜✿〜

Los radiantes rayos del sol mañanero le dieron los buenos días a Samantha, que terminó de desperezarse junto a la ventana. Dada la lejanía de su lugar de trabajo con la ciudad, le habían proveído de una habitación en la parte trasera de la mansión, en una pequeña residencia donde se alojaba el personal de servicio. Se ahorraba así el dinero del transporte y no temía llegar tarde a sus labores.

Como todas las mañanas, vistiendo ropas deportivas, salió a trotar por los terrenos de la mansión. Cada vez llegaba un poco más lejos, esperando hallar esos misteriosos muros perimetrales que le demostraran que aquella acaudalada familia no era dueña del mundo entero. No los encontró.

Tras asearse y desayunar en la estancia de la servidumbre, fue a la biblioteca donde Ingen ya la esperaba.

—¡Alguien está ansioso por ganarse otra estrellita! —supuso ella.

El niño había llegado con bastante anticipación. Sin embargo, no mostraba el ánimo habitual. La mirada apagada de aquellos ojos coloridos le borraron la radiante sonrisa y, aunque intentó saber la razón de su tristeza, el niño no se lo dijo. Si lo decía se volvería real y todavía esperaba que su madre pudiera resolverlo.

Terminadas las lecciones y con Ingen sumando una sexta estrella a su colección, Samantha buscó a la señora Sarkov para ponerla al tanto del estado de ánimo del niño.

—Permiso, señora ¿Podemos hablar?

La mujer estaba de espaldas, intentando con desesperación encontrar algo en los archiveros del despacho. Otros dos hombres la ayudaban y tenían varias pilas de papeles arrumbadas por doquier.

—¡Ah, aquí hay una! —exclamó, alzando victoriosa una carpeta de cuero—. Llévasela a Vlad ahora mismo, luego hablaremos —le pidió, confundiéndola con alguna de las mujeres del servicio.

—¿Vlad?

—¡Rápido, niña, que se hace tarde!

Samantha se encogió de hombros y tomó la carpeta. Si en algo podía ayudar, lo haría, debía cuidar su empleo. Pidiendo indicaciones llegó al tercer piso. Cruzó un oscuro pasillo que le dio escalofríos y tocó dos veces la puerta del final para anunciar su presencia.

—Adelante —dijo una profunda voz desde el interior.

—Permiso, su madre le envía esto.

Alcanzó a dar tres pasos dentro del lujoso despacho cuando un grito de "¡Alto!", proveniente del hombre sentado tras el escritorio, la congeló en su lugar.

—¿Cómo te atreves a entrar? —increpó él, viendo a la mujer detenida a mitad de dar un paso, tambaleando para no caer. —Y encima tienes la osadía de mirarme a los ojos ¿Eres nueva o estúpida?

Por breves segundos Samantha se negó a creer lo que ocurría. Ese hombre, de apariencia tan joven como ella, se creía tan importante como para no ser mirado a los ojos ¿Acaso era ella indigna de ello?

¿La había llamado estúpida?

No pudo contestar. Estaba hipnotizada por esos oscuros ojos prohibidos que no debía mirar.

—Deja la carpeta en el mueble junto a la puerta y lárgate —ordenó Vlad, volviendo la vista a la pantalla del computador frente a él.

Recuperando el equilibrio, Samantha retrocedió sobre sus pasos, mirando torpemente el mármol del piso por si lo había ensuciado. Así la había hecho sentir aquel joven con su rudeza y altanería, sucia e insignificante. Sintió lástima por el personal de servicio que tenía que aguantarlo.

—Una cosa más —indicó cuando Samantha estaba por cruzar la puerta—. Estás despedida.

En ese momento, incluso que la llamara estúpida le pareció menos injusto. Olvidándose de todas las reglas, volvió a entrar a la habitación, dando fuertes pisadas hasta el escritorio y lo miró fijamente con todas sus fuerzas.

Él alzó la cabeza, con expresión de desinterés.

—Yo no soy una sirvienta. Su madre me pidió que le trajera la carpeta como un favor.

—¿Ah sí? ¿Entonces quién eres? —Su voz era calmada y serena.

Había sido así también mientras la regañaba, como si nada lo alterara aunque claramente estaba molesto.

—Soy la maestra de Ingen —respondió ella, aferrando su orgullo herido para encarar al patán.

—Perfecto —repuso él, volviendo a mirar su computador—. También estás despedida.

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