CAPÍTULO 3

La Guardia real de Aidan Casthiel no superaba los veinte lycans. Ni uno solo de ellos era conocido o importante, pero todos tenían un lazo indisoluble con su Alfa. Vivían bajo la antigua ley del mayor depredador, y seguían a quien consideraban el más fuerte. La Guardia Silenciosa, les llamaban, porque no sonaba ni un gruñido sobre los rastros de sangre que dejaban a su paso.

—¡Aidan! ¡A tu derecha!

Normalmente aquel grito de Brennan hubiera sido innecesario, pero los dos sabían que Aidan estaba desconcentrado por culpa de la marca.

El Alfa se giró en medio de una transformación parcial, con los colmillos y garras desplegados, una fuerza superior y un tamaño que impresionaba incluso a un lycan; atrapó al rebelde que intentaba atacarlo y antes de que se diera cuenta ya le había roto el cuello entre sus colmillos.

En sus garras se enredaron otros dos cuerpos, sintió la mordida sobre uno de sus muslos y eso solo lo provocó aún más. Desgarró una garganta, sintiendo la sangre caliente que bañaba su cuello, y en contados segundos tenía tres muertos bajo sus pies.

Brennan había logrado acabar con otros dos, la mitad de la Guardia Silenciosa custodiaba a ocho prisioneros y la otra mitad había desplegado una cacería hacia el sur.

En Corgarff habían robado los depósitos de plata destinados a las prisiones. La cacería había dejado un saldo de cuatro insurgentes muertos.

En Callander la resistencia había quemado hasta el último depósito de comida de las reservas de la corona, pero solo habían podido localizar y someter a un pequeño grupo de seis rebeldes.

En Garvok habían intoxicado las represas con una droga inolora e insabora, pero la persecución allí solo había terminado en la captura de dos lycans.

Y con aquella última cacería en Blindburn, las revueltas se consideraban oficialmente sofocadas. Pero algo olía mal. Ni siquiera habían necesitado una transformación total para barrer con sus enemigos.

—Esto fue demasiado sencillo… —Brennan llegó junto a Aidan, saliendo de la transformación parcial y limpiándose la sangre de la boca con el dorso de la mano.

—Yo creo exactamente los mismo —murmuró el Alfa, mirando con cautela alrededor, como si esperara una trampa—. Nada de lo que han hecho tiene sentido. Parecen más bromas de niños que ataques reales.

—¿A qué te refieres? —preguntó su Beta.

—Piénsalo. Se robaron un poco de plata, quemaron un depósito de comida… ¡como si los mercados no existieran! —bufó Aidan—. Drogaron a una manada entera. Pudieron simplemente envenenar el agua y matar a todos, pero lo que nos encontramos fue un montón de lycans desnudos bailando como locos.

Brennan casi se rio al recordarlo, pero Aidan tenía razón. Demasiadas cosas carecían de sentido. Lo escuchó gruñir con incomodidad y se acercó más.

—¿Estás bien?

El Alfa negó con un gesto silencioso y Brennan supo exactamente lo que tenía que hacer.

—¡Lleven a los prisioneros a la Atalaya! —ordenó girándose hacia los soldados bajo su mando—. El Alfa y yo los alcanzaremos allá.

A poco más de doscientas millas, la Atalaya no solo era la prisión más antigua de los lycans, sino también la más importante. La Guardia en pleno, acostumbrada a obedecer, hizo un gesto de aceptación y en pocos minutos ya los habían perdido de vista en la oscuridad.

Brennan se giró a tiempo para sostener a Aidan, que bufaba su rabia en silencio por no poder valerse por sí mismo.

—Ven, localicé un ojo de agua no muy lejos de aquí, te sentirás mejor cuando te quites toda esta porquería —le aseguró.

Aidan se lanzó a aquella pequeña cascada en medio de la montaña y el agua helada lo reconfortó. No podía decir que recibir la marca era siempre igual, al contrario, parecía que con cada año empeoraba, y su Beta era el único con el que estaba dispuesto a compartir esa amarga experiencia.

Durante más de seis siglos, cada año, el mismo día, a la misma hora, una marca aparecía sobre su bíceps derecho, causándole un dolor inimaginable. Nadie sabía por qué salía, pero Aidan estaba seguro de que era la prueba de su maldición, la misma que lo condenaba a estar solo para siempre.

Salió del agua y se sentó en la orilla, bajo la atenta mirada de su Beta.

—¿Cuántas van ya? —preguntó Brennan, mirando los cientos de pequeñas cicatrices que tenía sobre el brazo.

—Seiscientas cuarenta y ocho con esta —respondió Aidan.

—No entiendo cómo la reina madre no ha buscado la forma de pararlo. Digo… ella era una sacerdotisa…

Aidan negó. Ya no molestaba a su madre con eso. Al contrario, intentaba estar lo más lejos posible cada vez que recibía la marca.

—¿Cómo es? —A Brennan siempre le causaba curiosidad.

—Cuando era niño era más fácil. Solo aparecía y dolía muy poco, pero con los años… cada nueva marca es más difícil, más dolorosa… Es como si me anunciara…

—¿Qué?

—Que me voy a morir —terminó Aidan y el rostro de Brennan se ensombreció.

—No digas eso. Eres el Alfa más fuerte de todas las manadas. ¿¡Cómo se te ocurre que te vas a morir!?

—Mi padre es el Alfa más fuerte de las manad… —Aidan intentó corregirlo, pero su rostro se tensó de repente.

Brennan ni siquiera esperó la orden, sometió a su lobo a  una transformación parcial y se sentó detrás del Alfa. Pasó el brazo derecho alrededor de su cuello y le sostuvo el izquierdo tras la espalda. Era todo lo que podía hacer: intentar contenerlo. En los últimos años el primer instinto de Aidan había sido atacar la marca, y si no lo contenía, tarde o temprano acabaría arrancándose él mismo aquel brazo.

Sin embargo esta vez, cuando cada músculo en el cuerpo del Alfa se puso rígido, Brennan vio con horror cómo la herida empezaba a abrirse como una estrella sangrienta y roja sobre su pecho. Las garras de Aidan se dirigieron automáticamente allí, como si quisiera rascarse el dolor, arrancarlo… Sus gritos llenaron la madrugada y el Beta supo que en medio de aquella locura terminaría sacándose el corazón.

Brennan soltó a Aidan y sometió a su lobo a una transformación total, de ninguna otra forma sería capaz de controlar al Alfa más poderoso que conocía, aun en medio de su debilidad. Se empujó hacia adelante, chocando con el cuerpo de Aidan, haciéndolo rodar y obligándolo a enfrentarlo. Sus colmillos se cerraron con firmeza sobre uno de sus brazos y lo arrastró hacia el agua.

Sintió las garras que se clavaban sobre su paleta derecha pero no soltó presa. Durante minutos que parecieron años lo obligó a debatirse entre el agua y él, pero al menos sus garras se concentraron en defenderse y no en lastimarse a sí mismo.

Cuando el primer rayo de sol cruzó el cielo, todo el cuerpo de Aidan se relajó.

Brennan salió del agua cojeando, dejando un prominente rastro de sangre, y pocos segundos después Aidan se inclinó sobre él, con el ceño fruncido. Parecía haber vuelto a la normalidad y su Beta suspiró con alivio.

—¡Maldita sea, Brennan! ¡¿Cómo dejaste que te hiciera eso?! —lo regañó Aidan, ahogándose en su culpa.

—Era mejor a que te lo hicieras a ti mismo. —Brennan señaló a su pecho, donde la marca que hacía unos minutos era de un rojo oscuro, comenzaba a tornarse blanca y brillante—. ¿Estás bien?

Aidan hizo silencio para no responder. Todavía sentía que se estaba muriendo, pero no quería parecer débil reconociéndolo.

—Será mejor que nos vayamos —declaró pasando un brazo bajo sus hombros y ayudándolo a llegar a la camioneta que la Guardia había dejado para ellos.

Sobre el tablero delantero del auto, un par de celulares vibraban con insistencia, y apenas leyó los mensajes en una de las pantallas, el rostro de Aidan se ensombreció.

—Toma, llama a la Guardia y diles que nos esperen en Glan Conwy —dijo a su Beta, pasándole un teléfono—.  No quiero que se metan al bosque sin mí.

—¿Qué pasó?

—Pasó que yo tenía razón. ¡Las revueltas eran pura distracción! —gruñó Aidan girándose hacia Brennan—. Atacaron la Atalaya.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo