Entró en el ascensor y respiró profundamente. No era una adolescente, debía mantener la calma. ¡Mantener la calma!
Cuando las puertas del ascensor comenzaban a cerrarse, una mano las detuvo. Daniel entró y se acercó lentamente a ella. Su porte elegante traía consigo un aroma a cedro.
Se sentía cada vez más aturdida. Parecía que todo el ascensor estuviera impregnado con aquel aroma. Sus mejillas estaban encendidas; las tocó y las notó muy calientes.
Daniel la miró preocupado: —¿Te ha subido la fiebre?
Colocó su mano en la frente de ella: —No está caliente.
Silvia se quedó inmóvil, olvidando respirar. Aquella mano era cálida y firme. Cuando él la retiró, su mirada siguió la mano hasta el bolsillo de su pantalón.
Silvia con firmeza: —No tengo fiebre.
Daniel: —Lo sé.
De repente, se inclinó hacia Silvia y susurró: —¿Estás avergonzada?
Silvia con la mirada inquieta: —¡Quién está avergonzada!
¡Ding!
El ascensor llegó a su piso. En cuanto se abrieron las puertas, Silvia escapó por su lado y ab