Ekaterina
Como médica, sabía que las emociones fuertes podían afectar a mi bebé, y de verdad intentaba con todas mis fuerzas apaciguar las mías, pero no había manera. A cada instante, mientras atravesaba el continente en ese pequeño asiento de avión en el que me encontraba, pensaba en él. No sabía absolutamente nada sobre el lugar en el que estaba, solo que una corazonada me decía que podría encontrarlo en su ciudad natal, donde Lyra y el señor Russell vivían.
Recosté la cabeza en el asiento y cerré los ojos. Apenas toleraba los olores, el sabor de mi propia saliva y la sensación de tener los oídos tapados. Me dolía la cabeza y deseaba con todo mi corazón poder tomar un fuerte analgésico o algo que me mantuviera en cama durante al menos una semana. No solo sentía agotamiento físico, sino también mental. Odiaba la idea de abandonar la seguridad de París para buscar un futuro incierto, adonde el amor por él me había arrastrado.
Pude haberlo traicionado y dejarlo con la esperanza de encon