Él

I

Estar con Cristo es como estar con mil personas a la vez, y cada una de sus personalidades tiene su asunto conmigo. Por ejemplo, en el funeral de mis padres…

Una no espera conocer a nadie en esa clase de días, porque en sí esos días no se esperan. Solo suceden y… en fin. El caso es que esa noche me quise hacer la interesante. ¿Tan difícil era adivinarlo?

Entonces yo era una mocosa de veintiún años que, como tantas, se largó a Malquerida en busca de una oportunidad como actriz. El telón jamás se me abrió y el hambre era brava. Pronto tuve que trabajar de cualquier cosa, y por cualquier cosa, en tierras dónde si no eres artista o futbolista no importas, entendamos bailar en un tubo para esos petroleros que malgastaban su dinero en nosotras.

Tenía su parte divertida, claro. La cuenta normalmente era de cientos, pero a esos borrachos les podíamos agregar ceros sin que nos descubrieran. Se la vivían distraídos jugando a la ruleta o acariciando nuestra entrepierna. La diversión acabó, sin embargo, cuando entre esos animales me encontré a papá.

—¿Qué haces aquí, Magdalena? —preguntó esbozando su típica sonrisa de comercial.

—Ganándome la vida, papi —respondí, irónica— ¿Te traigo algo de tomar? ¿o vas a esperar a mamá?

Papá me sacó del brazo, y, en el estacionamiento, me dio un sermón que bajo ningún motivo podría ofrecerle a su gente. Porque en él dijo maldiciones, y las señoras que lo seguían se persignaban cada que escuchaban algo así. En él se aceptó humano y con errores; sus fans lo veían como una deidad. Me reclamó por mentirles, y a la vez se disculpó por lo que le correspondía.

Mi bronca no era que estuviera ahí. No soy ninguna tonta, sé que la mayoría de los hombres, casados o solteros, con o sin hijos, en algún momento de la vida han pisado o pisarán un lugar así. Mi lío era que fuera parte del negocio.

—¿Sabes lo que le hacen a esas chicas? —pregunté, indignada.

—Por supuesto que lo sé.

—¿O sea que lo sabes y aún así te prestas a esto?

—No, no. O sea, yo… ahh —suspiró—. Perdona que te lo diga así, hija, pero a ellas nadie las obliga a nada. Se les contrata para bailar y servir. Si algún cliente les ofrece algo más, pues…

—Ellas saben si aceptan o no. Eso ibas a decir, ¿verdad?

—Sí. Bueno no. A lo que me refiero es a…

—Puede que tengas razón. Hay clientes a los cuales les podemos decir que no, y hablo en plural porque, aunque te duela, tu hija es una de ‘’ellas’’.

—No es eso, Magdalena. Yo…

—Calla, que aún no termino. Muchos ni siquiera nos preguntan, ¿sabías eso? Solo nos señalan con su asqueroso dedo y nosotras debemos ir hasta ellos porque si no nos matan.

—Hija, yo no tenía ni idea. ¿Te han hecho algo? Por Dios… ¡tenemos que denunciar! En este preciso momento nos vamos de aquí. Yo no voy a permitir que…

—¿Que le hagan esto a tu hija? Seguro que no. Pero no solo permitiste que se lo hicieran a otras, sino que hasta te llenaste los bolsillos con el sufrimiento de ellas. Ya decía yo que no podíamos vivir de esas charlas sin sentido. De haber sabido de dónde venía el dinero que llevabas a casa, yo…

—¿Tú qué, Magdalena? ¿Tú qué?

—¡Yo me hubiera largado desde hace mucho tiempo!

—¿Para acabar de puta en un lugar como este?

Aquella fue nuestra última charla. Me gustaría decirles que concluyó conmigo llorando y él pidiéndome perdón, o al menos con uno de esos deseos que una suelta sin pensar, mas no ocurrió una cosa ni otra. Simplemente nos quedamos ahí varios minutos más; contemplando cómo de a poco nos convertíamos en todo aquello que queríamos lejos de nuestras vidas, y a la vez no podíamos amarnos ni odiarnos. Éramos dos extraños que compartían apellido.

Siempre he pensado que el accidente fue más bien un ajuste de cuentas. Ora divino… ora terrenal. Mamá debía morir al lado de papá por cuidarle las espaldas y fallarle a la empatía femenina, él debía derramar sangre antes de llegar al cielo o al infierno, según las reglas de la muerte.

¿Y yo? Al final del día no fui muy distinta a mi madre. Pude denunciar y no lo hice, incluso seguí laborando en ese sitio durante varios meses más. Me enteré del accidente gracias a las noticias; a la par se filtraron videos míos bailando en el salón y todo se fue al carajo. Tomé el primer tren que me llevara a Cerro e hice esfuerzos sobrehumanos por romperme ante los ataúdes cerrados. No pude. Salí de las capillas y me encontré con ese gitano de mirada profunda. Pude contarle todo, pero preferí mentirle. Gambeteé la verdad con tropiezos provocados para que se diera cuenta, pero él estaba demasiado entretenido con sus nervios. Acabamos teniendo sexo en su departamento y nunca más volvimos a separarnos.

Estar con Cristo es como estar con mil personas a la vez, y cada una de sus personalidades tiene su asunto conmigo. Por ejemplo, en el funeral de mis padres se comportó como un hijo de puta. Un oportunista que se aprovechó de mi vulnerabilidad y sencillamente me resultó irresistible.

II

Nuestra vida era tan rutinaria como aburrida. Nos pasábamos noches en vela tratando de mantener erecto el pene de Cristo, por las mañanas desayunábamos comida chatarra (casi siempre pizza), y por las tardes encendíamos el televisor y hacíamos como que veíamos películas.

Lo cierto era que ninguno de los dos prestaba atención al monitor. Él se aferraba a mi cuerpo semidesnudo y yo al deseo de que atendiera el cosquilleo de sus manos y se abalanzara contra mí. Que me besara hasta el apellido y me volviera a hacer llorar de placer.

¿Por qué dejó de suceder? ¿Tan cansado lo dejaba su amiga?

En cierta mañana me propuso ir a un malecón en Puerto Virginia. Nací allá, pero nos mudamos a Cerro cuando yo era muy chiquita. Le dije que sí y sonreí con amabilidad. Me dio la impresión de que él tomó aquello como una prueba de amor… no quise corregirlo.

Entré a la habitación y me puse cualquier cosa. Tocó un vestido color amarillo con girasoles bordados en la parte final del mismo, que acababa cualquier cosa por encima de la rodilla. Me subí al carro y cerré los ojos. Planeaba dormir todo el camino; en eso sentí la mano de Cristo sobre la mía.

Creí que de ahí pasaría a mi pierna, y de ella al descontrol. Por eso lo dejé continuar. Sin embargo, al término de varios segundos nuestras palmas seguían unidas… debía detenerlo.

—¿Qué haces? —pregunté en tono áspero.

—Perdona, yo… —intentó responder, tímido.

—¿Por qué lo haces? —interrumpí, molesta.

—¿Hacer qué?

—Esto.

—Solo tomé tu mano, Magdalena. ¿Qué tiene de malo?

—¡Todo, Cristo! ¡Tiene todo de malo! Te he dicho mil veces que no quiero nada. Ni contigo ni con nadie.

—No quieres nada con nadie, pero vivimos juntos. Y cada que se te antoja me hablas de amor. ¿Yo qué se supone que debo hacer? ¿Quedarme callado como si no sintiera nada? No puedo ser tan frío, Magdalena. Al menos no contigo. Porque te quiero, y sé que me quieres.

—No me quieres. Quieres lo que eres cuando estás conmigo.

—¿Qué mierda dices?

—Nada te salía bien, fracasabas en todo. En eso llegué yo, y… mierda. Por alguna puta razón caí y me viste como un triunfo. Yo no soy eso, Cristo, y tú tampoco has ganado nada. Tarde o temprano esto acabará y me iré de tu vida. Tú tendrás que conseguir otro departamento, porque solo ni en pedo podrás pagar el que tenemos. Entonces te darás cuenta de que sigues siendo el mismo fracasado de siempre, y…

—¿Y tú?

Me tomó en curva.

—¿Yo qué? —pregunté, aunque sabía  a lo que se refería.

—Yo soy un fracasado, sí. He intentado mil negocios y ninguno me ha funcionado. Tampoco me ha ido bien en el amor. ¿Qué te digo? Pero al menos intento cosas… al menos vivo. En cambio tú te la pasas con miedo.

—¡Yo no soy una…!

—Calla, que aún no termino. Dices que lo que siento por ti no es verdadero, que no te quiero a ti, sino a lo que soy cuando estoy contigo. Y quizás tengas razón, ¿sabes? Pero al menos siento, y no me avergüenzo de ello. Tú…

—¿Tú crees que yo no siento? —pregunté, indignada.

—Todo lo contrario. Sientes demasiado que te da miedo.

—¡Deja de decirme miedosa! Yo no solo siento, y no solo te quiero. Yo…

—¿Tú qué?

—Yo te amo, Cristo. Y no quiero. No quiero amarte ni a ti ni a nadie.

Puse mis dedos sobre sus labios intentando callarlo. No quería seguir con ese momento de miel. No nací para amar ni para ser amada. Sin embargo, a él lo amé desde el primer día, cuando se me presentó como un oportunista y me folló como a una puta.

Yo feliz, porque era lo que merecía, accedí a regalarle otra de mis noches, pero algo extraño sucedió. Dejó de tratarme mal, y yo no merecía que me trataran bien. Por eso le di otra oportunidad. Para cuando acordé ya habían pasado cientas de lunas, y lo que era peor: ya estaba perdidamente enamorada de él.

III

Una noche fuimos al supermercado. Cristo tomó un six pack de cerveza barata y dos botellas de vino corriente. Yo sumé al carrito cinco pizzas congeladas y una bolsa de papas fritas. Antes de pagar, sin embargo, pasamos por el pasillo de electrodomésticos. Cristo se detuvo frente a una cafetera bastante grande.

—¿Y si nos la llevamos? —preguntó, entusiasmado.

—¿Para qué? No nos gusta el café.

—A mi abuelo le encantaba. Quizás lo traiga en la sangre —respondió, sonriente.

—Mira el precio. Está carísima.

—Podemos sacarla a meses.

—Olvídalo. Ni siquiera nos alcanzaría para el primer pago. Haz fila. Yo iré por unas cosas a farmacia. Te veo en el estacionamiento.

A Cristo le importó una mierda mi opinión. Botó las pizzas congeladas y sacó a pagos la cafetera. No pudimos mantenernos al corriente con las mensualidades; tuvimos que cambiar de super.

Lo narrado es importante porque representó el primer y único cambio a nuestra rutina. Dejamos de ser dos personas que se negaban a vivir como adultos y nos convertimos en dos adultos resignados. Bebíamos café mientras veíamos el noticiero y hablábamos sandeces casi siempre de índole político o social. Todo con tal de sacarle la vuelta a los temas que nos arruinaron el corazón. Hasta que un día…

—¿Por qué nunca me hablas de tu tía? —pregunté mientras lavaba los trastes, aparentando naturalidad.

Lo cierto era que la pregunta me la traía guardada desde hacía tiempo. Cristo jamás conoció a su padre, lo educaron su madre y su tía Tita; los abuelos lo malcriaban. La abuela Lola murió de cáncer, el abuelo Catalán de algo relacionado con el corazón. No tenía hermanos, tampoco primos demasiado cercanos. Solo la hija de una tal Mirna: hermana de su madre a quien Cristo odiaba y yo no sabía por qué. Me daba la impresión de que en ese desprecio comprendería ciertas cosas de su forma de ser tan apegada y distante a la vez.

—Ya te dije todo. Mi madre y ella eran muy unidas, y cuando los abuelos fallecieron…

—No me refiero a Tita, sino a la otra.

—Mirna no es mi tía.

—¿Por qué la odias tanto?

—No la odio.

—¿Entonces? ¿Por qué nunca me hablas de ella?

—¿Qué quieres que te diga de una mujer que pedía dinero a cambio de ver a sus padres?

—Tal vez lo necesitaba.

—De las tres era la única casada, ella y su esposo trabajaban. A demás, a mi prima le iba bastante bien en el Ayuntamiento. No lo hacía por necesidad.

—¿Entonces?

—El día que logre comprenderlo quizás pueda hablarte de ella sin que se me revuelva el estómago. Por ahora mi conclusión es que le importaban una mierda mis abuelos y que solo aprovechó la ocasión para sangrar a Tita y a mamá.

Seguí lavando los trastes y no dije más. Aún tenía muchas preguntas por hacer, pero preferí dejarlas para después.

—¿Y tú? —preguntó intentando un cambio de frente.

—¿Yo qué? —amagué.

—¿Por qué nunca me hablas de tu vida?

—No tengo vida más allá de esto, Cristo —lo volteé a ver— y no lo tomes como halago, que no lo es.

—No lo tomo como…

—Mi madre sabía nada de leyes y fue catalogada como la abogada del pueblo. Mi padre sufrió depresión desde los quince años y se ganó la vida diciendo todo aquello que odiaba que le dijeran cuando estaba en crisis, porque así son los motivadores; alimentan el morbo de quienes ven la tristeza como una fuente de entretenimiento, no como un padecer. Ambos murieron en un accidente automovilístico, porque sí, estaban divorciados pero seguían viviendo juntos. Una locura —agregué para darle realismo a mi tonta versión—. Yo entonces tenía veintiún años y bailaba colgada de un tubo. Llegué, y, al encontrarme con los ataúdes cerrados, no pude llorar ni sentir tristeza. Ni siquiera enojo. Estaba vacía… la muerta era yo. Por eso salí a tomar aire fresco y fue ahí cuando te conocí. Desde entonces dormimos juntos e intentamos no morir en el intento. ¿Algo más?

Mis palabras salieron en tono robotizado, fruto de mis infinitos ensayos frente al espejo. Tantas veces deseé abrirme así con alguien y a Cristo parecía no importarle. Seguía perdido en su tonta taza de café y yo no aguanté más. Al sentir el llanto a ras de la garganta, abandoné el departamento con un frío ‘’adiós’’, esperando no volver. Aunque en el fondo sabía que por más que lo intentara, jamás podría dejarlo.

IV

Jamás me tragué el cuento ese de que Milena y Cristo eran solamente amigos. Bastaba con ver cómo ella lo miraba a él para darme cuenta de que esa enana hija de puta quería liarse con mi hombre. Porque poco tiempo después de abrirme ante Cristo y abandonar el departamento deseando desear no volver, me acepté suya. Lo acepté mío. Y lo que fue peor: se lo confesé después de follar… ¿o hacer el amor?

Le dije que no podía vivir sin él; con la mirada le supliqué que no me contestara. Que lo dejara así. Intenté sonar pesada, mas no sé si lo logré. Deshizo nuestro abrazo y se sentó en una esquina de la cama. Yo me acerqué a él y le susurré al oído que nada estaría bien, pero que estaríamos juntos. Ahora sé que aquello, lejos de ser un cumplido, fue una advertencia con tintes de amenaza.

Semanas después, Cristo conoció a Milena. Entonces comprendí la angustia de la prima Samantha cuando el novio se le perdía los sábados por las noches, y los domingos, por gracia de cupido, se convertía en el tipo más cariñoso del mundo.

Samantha caminaba de un lado hacia otro, no comía ni hablaba con nadie, y ella siempre comía y hablaba con todos. Al término de un par de horas, el ramo de rosas y las palabras del muchacho surtían efectos, y ella volvía a hablar y a comer.

Algo parecido me ocurría cada que Cristo hablaba de Milena. Es verdad que en él faltaba la chispa que en ella sobraba. Vaya… el tipo me la mencionaba como si la referida fuera uno de esos sujetos con los cuales jugaba billar los días quince de cada mes, en cambio ella parecía estremecerse ante cualquier tema que Cristo tocara.

La conocí en mi fiesta de cumpleaños. Fue una reunión pequeña con la poquísima gente que Cristo y yo teníamos en común. Éramos menos de diez; más de cinco. Pronto me di cuenta de que Milena era de esas personas que cada dos palabras te abrazaban o daban un manotazo. De las que reían y aplaudían; de las que te hablaban como si te conocieran de toda la vida.

La mujer tenía lo suyo, he de admitirlo. Su metro y nada combinaban a la perfección con sus ojos color miel; tenía la piel clara, mas no parecía de papel. Las curvas no hacían falta. Me recordó a éstas muñecas que bien puedes utilizar como juguete o como llavero. El timbre de su voz se confundía entre lo ronco y lo dulce, aunque quizás lo primero provocaba lo segundo. Dicho de otra manera: la cabrona era bastante guapa.

Intenté llevarme bien con ella; fracasé. No me gustaba la arrogancia con la que hablaba. Si el tema era la película de moda, por ejemplo, no decía sí le gustaba o no, decía si servía o no. Y aplicaba en todo. Como si tuviese la moral suficiente para distinguir lo bueno de lo malo con base en su criterio y nada más. El colmo fue cuando se metió en nuestra relación…

—¿Cuánto tiempo dicen que llevan? —preguntó mientras le daba un trago a su margarita.

—Un año —respondí, cortante.

—¿Y viviendo juntos?

—Un año —agregó Cristo y se rascó la nuca. Parecía incómodo.

—Les doy dos años más… a lo mucho.

—La verdad no está en nuestros planes casarnos —agregué intentando adivinar la intención del comentario.

—No hablo de matrimonio.

—¿Entonces? —pregunté.

Sentí la cara arder.

—Para que terminen. Se ve que tienen buen sexo: él no te deja de ver con lujuria y tú pareces acomodarte a sus miradas. Aunque bueno, quizás eso represente también cierta inconformidad. Ya sabes… que él no te cumple como crees merecer.

Milena me guiñó un ojo y yo escondí mi cara en la bebida. Estaba tan molesta que no sabía por dónde contraatacar. Por un lado me dio bronca que se metiera donde no la llamaron, por otro me pareció de pésimo gusto el auguro ese de que no acabaríamos juntos, y por último, siendo quizás lo que colmó mi paciencia, me llenó de rabia que adivinara mi suerte sexual con Cristo.

No tardé demasiado en sospechar que estaba al tanto de todo y hasta la di por responsable. Porque Cristo hablaba de ella como si se tratara de una amiga más, sí. Pero Milena no lo veía así.

¿Y si él solo fingía desinterés ante mí y a solas le daba la pasión que me quitó después de nuestra primera noche juntos? Pregunté para mis adentros mientras el ratón de mi cerebro sudaba a mares.

—Pero no todo es sexo —continuó—. Si lo disfrutan, pronto se acabará la magia y terminarán, porque creerán que no comparten nada más. Y si hay un tema de inconformidad, para cuando lo arreglen les resultará bastante incómodo repetirlo. Será como estar con un primo o con una prima con la que casi no convives pero sabes parte de la familia. Aunque bueno… vivimos en Cerro. Aquí pasan esa clase de cosas.

La risa descompuesta con la que cerró su innecesaria participación confirmó mis sospechas: estaba borracha. Después nos abrazó y agregó:

—Capaz me ven como a una borrachita que no sabe lo que dice. Pero acuérdense que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad, y mi tamaño y mi estado me permiten jugar por ambos bandos…

Paró en seco. Creímos que iba a vomitar, mas pronto retomó la palabra con mayor claridad. Como si en esa fracción de segundos algo en sus adentros le hubiese chupado el alcohol y hubiera sembrado en ella neuronas nuevas.

—Pero en el fondo se quieren, y es raro que la gente se quiera. Se lo digo a Cristo cada que me cuenta de ti. Va a ser feo cuando terminen, pero lo necesitan para arreglarse y así volver más normalitos. Y cuando eso suceda, Magda…

—Magdalena, por favor. Odio que me digan Magda.

—Cuando eso suceda, Magdalena, ¿sabes qué va a pasar?

—¿Qué? —pregunté con el gesto endurecido. Prácticamente no moví los labios.

—¡El amor! ¡Eso va a pasar! ¡Viva el amor! ¡Vivan ustedes! ¡Y vivan las pinches margaritas!

Volvió a parar en seco, mas ya no regresó cuerda. Caminó algunos pasos hacia atrás y se recargó en la pared.  Vomitó encima de su vestido blanco y Cristo corrió a ayudarla.

De nuevo me sentí como la prima Samantha, con la diferencia de que mi sufrimiento no acabaría ni con todas las rosas del mundo… tampoco con todas las palabras. El hambre se me iría para siempre, aunque comería. No hablaría más, aunque abriría la boca de vez en cuando.

Sin querer volteé al cielo y le pedí a Dios que pronto nos volviera ‘’más normalitos’’.

V

Mis sospechas se confirmaron dos días antes de navidad. Cristo y yo fuimos a hacer las compras al centro comercial que queda cerca del sur; kilómetros antes de ese muro gigantesco que divide la miseria malquerida del glamour loboense.

Él me dio el nombre de tres tiendas diferentes donde yo habría de escoger su obsequio, yo le di solo una, agregué el artículo en particular y hasta lo dejé encargado con la chica en turno. No me encantan las sorpresas. Supongo que mi pasado de niña rica me traiciona.

Pagaba una chaqueta negra en la segunda tienda que él me señaló, cuando lo vi a lo lejos platicando con la enana de Milena.

De una sentí celos. Obvio. Mas nada comparado con el festín de jugos gástricos que se desató en mí apenas la vi tomándolo de la mano y mirándolo a los ojos de una forma bastante atrevida. Cristo lucía incómodo, pero igual no se quitó. Tomé la feria que la cajera dejó sobre la barra y abandoné la fila sin perderlos de vista. Caminé lentamente hasta la salida.

La distancia que nos dividía era lo suficientemente larga como para pasar desapercibida si hablaba en tono normal; corta como para levantar un poco la voz y ser escuchada.

Me vi tentada a hacerlo, mas un sexto sentido me aconsejó que no era buena idea, que mejor siguiera en mi papel de espía. Lo que ocurrió después me dejó sin aliento.

Aún no sé si la decisión que tomé fue la correcta. Por las noches, cuando intento dormir, repito la escena y maldigo el haberme quedado como estúpida y no haber intervenido… no haberlo evitado. Luego recurro al dicho ese de que: más vale una amarga verdad que una dulce mentira, y a más lo pienso mejor me parece lo segundo. Porque la verdad conviene solo cuando tienes el valor para actuar, y yo nunca lo he tenido.

¿De qué me sirvió saber que Cristo y Milena eran más que amigos?, si igual seguí con él. Mejor me hubiera ido… sí. Mejor me hubiera metido a otra tienda, pero no. Me quedé ahí nomás para asegurarme de que de los dos yo era la única enamorada.

¿No era eso lo que quería? ¿No merecía sufrir? ¿Acaso hay sufrimiento más grande que ser la que ama en una relación?

A más avanzaban los días, más aumentaban las preguntas y más tormentosa se volvía mi vida.

—¡Magdalena!

Llegó Cristo gritando un viernes a las tres de la madrugada. Acababa de verse con Milena sin necesidad de inventarse alguna excusa. El hijo de puta era tan cara dura que me seguía vendiendo el cuento ese de que la enana era solamente su amiga. Y yo que sabía la verdad. Y yo que no decía nada.

—¿Qué pasó? —pregunté, intentando ocultar mis ojos cristalinos.

—¡Prepárate para volver a la riqueza!

Entró con una nariz de payaso puesta y una peluca verde cubriéndole la rala cabellera. Traía la cara pintada de blanco y ojeras negras que le hundían la mirada.

—¿Qué es eso? —pregunté, asustada.

—Mi nuevo trabajo —respondió, ebrio y juguetón.

Después de aquella noche, nada volvió a ser como antes.

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