Libia se detiene un momento para analizar mis palabras, como si las estuviera pesando en una balanza invisible. Su mirada parece buscar alguna pista en mi rostro, algo que la tranquilice o, tal vez, que la alerte.

—No quiero molestar, hijo —dice finalmente, con una leve sonrisa que parece más un intento de alejar sus propias preocupaciones—. Veré cómo le hago.

Asiento mientras termino de colocar los cubiertos. Mi atención, sin embargo, está dividida. Parte de mí escucha a la mujer que intenta mantener alguna apariencia de control sobre una situación que ya la desborda, y otra parte está enfocada en las escaleras, en el silencio de esa planta superior que empieza a parecerme demasiado prolongado.

—No molesta, señora. Mañana mismo le mando a mi agente. Él sabe a quién le puede vender todos esos equipos, y en dos o tres días ya los habrá vendido a un