Siento cómo Minetti respira profundamente, visiblemente impaciente. La manera en que me mira no se suaviza, ni siquiera lo más mínimo. Este hombre no sabe de treguas; solo impone.
—Señorita Lilian —comienza a hablar, visiblemente cansado de que yo lo contradiga. Baja la cabeza y se aprieta el puente de la nariz antes de seguir—. Usted deberá comprarse ropa de la mejor calidad, joyas, ir a los mejores salones y lugares. ¿Cree poder costearlo con su salario?—¡No, no, señor, claro que no! —respondo enseguida; no había pensado en eso—. Entonces, si se refiere a eso, acepto. Pero quiero dejar muy claro ese aspecto. ¿Solo se refería usted a las necesidades materiales de una esposa, verdad?—¿Qué imaginó usted, doctora Lilian? ¿Tiene otro tipo de necesidad que yo deba hacerme cargo? —Ahora su expresión es sarcá