El médico que caminaba detrás del director del hospital se me acercó a preguntar por los síntomas, y sin siquiera hacer la prueba de sangre, directamente le recetó medicinas y le pidió a la enfermera que las fuera a traer. Cuando me estaban poniendo la intravenosa, no pude evitar tener miedo y retraer un poco el brazo. De repente, una mano grande y fría me cubrió los ojos, consolándome:
—No tengas miedo, ya está dentro.
Me tranquilicé un poco, pero justo en ese momento la aguja penetró mi vena. Cuando esa mano se retiró, miré con resignación a Enzo:
—¿También sabes engañarme?
—Una mentira piadosa —me respondió él con una ligera sonrisa.
Después de que la enfermera me ayudó a acostarme en la cama, me puso una compresa fría en la frente. Luego, el director y los demás se retiraron. En cuanto me colocaron la compresa, sentí un gran alivio por el frío.
Enzo se sentó a mi lado. Señaló hacia afuera y dudó en preguntarme con suavidad:
—¿Te asusté hace rato?
—¿Qué?
Me sorprendí un poco y reac