Donovan la sostuvo con firmeza, pero con una lentitud que convertía cada instante en un suspiro, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para ellos dos entre el vapor y paredes húmedas.
Fue entonces cuando sus labios tocaron los de Rosalind con una mezcla exquisita de ternura y una urgencia salvaje, un fuego que parecía consumirlos desde adentro.
Él la besó.
La suavidad de sus besos se alternaba con un deseo brutal que la hacía temblar, y aferrarse más a su esposo. Mientras las manos de él comenzaban su exploración con caricias que parecían contradictorias: a la vez delicadas y sucias, tiernas y voraces, como si quisieran grabarse en su piel, y en cada centímetro de su feminidad.
Sus dedos, hábiles y seguros, se deslizaron hacia el interior de su mujer, con una firmeza que la hizo estremecer hasta el alma.
—¡Donovan! —exclamó ella su nombre, mientras se aferraba a él, cerrando sus ojos azules. Rosalind sintió cómo un ardor profundo se encendía en su interior, un fuego que s