La respiración de Rosalind aún era un susurro tembloroso cuando levantó el rostro y encontró los ojos verdes de su esposo. Él seguía observándola como si fuera la encarnación de cada deseo y cada salvación que había conocido en su vida.
Rosalind sintió que algo cálido se expandía en su pecho, un pulso lento, profundo… el eco de lo que acababa de compartir con él.
Pero no quería que él solo la viera como la mujer que recibía su pasión.
Quería darle también.
Quería adorarlo.
Quería hacerlo temblar a él.
Se incorporó, todavía desnuda, con la piel brillando por el calor de su entrega, y posó ambas manos en su pecho, empujándolo suavemente hacia atrás hasta hacer que se recostara contra el espaldar del sofá.
Donovan dejó que lo guiara, sorprendido por el repentino cambio de energía en su esposa.
Ella se inclinó sobre él y, sin romper el contacto visual, deslizó sus dedos hacia el borde del pantalón oscuro.
Donovan frunció el ceño con una mezcla perfecta de deseo y vulne