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Aniversario: él elige anillo para otra, yo me caso con su tío implacable —¡llámame tía, cabrón!
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—Señor Ainsworth. Se acabó.
La voz de Rosalind tembló, pero las palabras fueron claras, cortando el aire.
Alphonse, que acababa de colgar su gabardina, se volvió con lentitud. Una risa cortante y incrédula se escapó de sus labios.
—¿Se acabó? —preguntó, sus ojos dorados empezaban a arder con una furia oscura—. ¿Crees que puedes decidir cuándo termina esto, Rosalind?
Ante la mirada gélida de él, la mente de Rosalind retrocedió en el tiempo, hasta apenas una hora antes…
El Bentley se detuvo frente a Boodles, la joyería más exclusiva.
Desde el taxi, con la lluvia azotando los cristales, Rosalind lo vio todo.
Alphonse ingresó a la joyería y acercó a una joven elegante.
Ella eligió un anillo de compromiso, el gerente y sus empleadas asintieron con sonrisas…
Alphonse saludó con un sutil beso en su mejilla, y dedicarle una mirada llena de cariño…
¡Una mirada que fue como una puñalada para Rosalind!
Lo vio decirle algo a la gerente, y entonces sacaron un par de exquisitos anillos de boda.
La joven jadeó, tapándose la boca con asombro, ¡segura que estaba diciendo lo hermosos que eran!
Alphonse estaba encantado. Tomó el anillo y se lo deslizó suavemente en el dedo anular.
Luego la joven se lo puso a él también.
Alzaron las manos juntos, y los diamantes, iluminados por la luz, deslumbraron a Rosalind.
Era una escena que había imaginado incontables veces... por primera vez, supo que un corazón podía doler tan profundamente.
Los demás aplaudiaron con entusiasmo, como elogiándolos como una pareja perfecta.
Rosalyn recordó cuando le había pedido ir a la joyería. Su respuesta siempre había sido: “¿Por qué? Nuestra relación debe ser discreta.”
Ahora lo entendía. La discreción solo le correspondía a ella.
—¿Señorita, nos vamos o bajará?
¡La voz del taxista hizo a Rosalind salir abruptamente del shock!
—¿Ah? ¡Sí! —exclamó ella—. Saldré…
Rosalind pagó y bajó del vehículo, sintiéndose irremediablemente fuera de lugar con su camisón de encaje rojo oculto bajo la gabardina.
Esta noche iba a ser su tercer aniversario. Ella había preparado meticulosamente la cena y un regalo, pero él desapareció tras una llamada telefónica y acabó aquí, con otra mujer.
Se quedó afuera, del otro lado de la calle, con el agua cayendo sobre ella mientras hacía sus manos en puños temblorosos.
Cuando Alphonse y la mujer salieron de la joyería… Él abrió su paraguas y la escoltó del brazo, como todo un caballero. Llevándola hacia el vehículo que esperaba por ella.
—Gracias, mi amor… —susurró ella, con una voz melosa, llena de intimidad y amor—. ¿Nos veremos pronto?~
—Por supuesto, mi vida —respondió Alphonse—. Para mí ya es una tortura tener que alejarme de ti, Candice —susurró.
—¡Oh, cariño mío! —exclamó ella.
La mujer con coquetería, rodeó su cuello con sus brazos, se puso de puntillas y… ¡Lo besó!
Rosalind contuvo el aliento, esperando que él la rechazara.
Pero no lo hizo.
En cambio, sus brazos rodearon su cintura, atrayéndola hacia sí, y le devolvió el beso con una pasión y una entrega que Rosalind nunca había conocido.
Era un beso público, posesivo, afirmativo. Todo lo contrario de sus encuentros secretos.
¡ROSALIND QUEDÓ CONGELADA, CON SUS OJOS ABIERTOS DE PAR EN PAR!
La correa de su bolso se deslizó de su hombro, y este cayó a la baldosa mojada.
Pof~
Ni siquiera ese sonido la sacó de su shock…
¡Su pareja, su jefe, el hombre del que ella estaba perdidamente enamorada por tres largos años, besando con pasión a otra mujer!
Fue entonces cuando Candice, sobre el hombro de Alphonse, la vio.
No hubo sorpresa, sino una lenta y victoriosa sonrisa. Un desafío.
Se aferró con más fuerza a Alphonse, enterrando el rostro en su cuello, afirmando su soberanía sobre el hombre que Rosalind amaba.
Casi al instante, Alphonse siguió su mirada. Sus ojos dorados encontraron los de Rosalind.
¡Alphonse abrió sus ojos de par en par por un momento!, y rápidamente recuperó la compostura.
—Cuídate, mi amor —dijo Alphonse, una vez le abrió la puerta a la mujer.
La mujer de cabello oscuro se fue en la limusina que la esperaba.
Cuando el coche se marchó, se volvió. Toda su calidez se evaporó, reemplazada por el frío glacial que ella conocía demasiado bien. Cruzó la calle con pasos decididos.
Rosalind se agachó mecánicamente para recoger su bolso. Observó la figura del hombre que se acercaba.
Sus primeras palabras no fueron una disculpa. No fueron una explicación.
—¡¿Me sigues, Rosalind?! —había sido su único reproche, como si ella fuera la intrusa, la pecadora.







