Capítulo 02: Corazón roto bajo la lluvia.
Tick~ Tack~
El sonido del reloj era lo único que se escuchaba en el lujoso Penthouse.
Rosalind estaba en shock, con sus manos apoyadas sobre el borde de la mesa. Se aferraba con fuerza al mantel blanco… Sus lágrimas caían una tras de otra.
Tres años. La promesa de hacer pública su relación. El sueño de una boda de cuento de hadas. Todo se desvanecía.
De repente, un último y desesperado impulso de amor propio la empujó a actuar.
—¡NO! ¡NO PUEDO RENDIRME! —gritó ella con voz quebrada pero decidida.
Agarró su bolso y se envolvió en la primera chaqueta que encontró—la gabardina beige de él, que aún olía a su traición y salió a la noche húmeda de Londres.
—Siga ese coche, por favor —dijo, su voz extrañamente serena mientras señalaba el Bentley familiar de Alphonse que se alejaba calle abajo. El conductor asintió, sumergiéndose en el tráfico nocturno.
El corazón le latía con tanta fuerza que le dolía el pecho.
¿Qué esperaba encontrar? ¿Una explicación razonable? Sabía, en el fondo de su alma, que no. Pero necesitaba verlo…
¡Necesitaba que la realidad le diera el golpe final!
El Bentley se detuvo frente a Boodles, una de las joyerías más exclusivas y antiguas de Londres.
Desde el asiento trasero, con la lluvia azotando los cristales, Rosalind observó, Alphonse ingresó a la joyería, por el escaparate, vio al gerente ayudar con paciencia a una joven elegante e inteligente, con una sonrisa consentida.
La mujer eligió un collar, el gerente y sus empleadas asintieron con sonrisas… Y entonces, Rosalind lo vio…
Vio a Alphonse yendo hacia la mujer, saludarla con un sutil beso en la mejilla, y dedicarle una mirada llena de cariño… ¡Una mirada que fue como una puñalada para Rosalind!
Lo vio tomar el collar de las manos de la mujer, con dulzura, y pararse detrás de ella, apartando con delicadeza el cabello oscuro de ella, y poniéndole él mismo el collar.
Sus dedos rozando su piel con una familiaridad que no dejaba lugar a dudas.
Él se acercó al oído de ella y le susurró algo. La joven sonrió tímidamente y se acurrucó en los brazos de Alphonse.
El gerente aplaudió con entusiasmo, como elogiándolos como una pareja perfecta.
Rosalyn recordó cuando le había pedido ir a la joyería. Su respuesta siempre había sido: “¿Por qué? Nuestra relación debe ser discreta.”
Ahora lo entendía. La discreción solo le correspondía a ella.
—¿Señorita, nos vamos o bajará?
¡La voz del taxista hizo a Rosalind salir abruptamente del shock!
—¿Ah? ¡Sí! —exclamó ella—. Saldré…
Rosalind pagó y bajó del vehículo, sintiéndose irremediablemente fuera de lugar con su camisón de encaje rojo oculto bajo la gabardina.
Se quedó afuera, del otro lado de la calle, con el agua cayendo sobre ella mientras hacía sus manos en puños temblorosos.
Cuando Alphonse y la mujer salieron de la joyería… Él abrió su paraguas y la escoltó del brazo, como todo un caballero. Llevándola hacia el vehículo que esperaba por ella.
—Gracias, mi amor… —susurró ella, con una voz melosa, llena de intimidad y amor—. ¿Nos veremos pronto?~
—Por supuesto, mi vida —respondió Alphonse—. Para mí ya es una tortura tener que alejarme de ti, Candice —susurró.
—¡Oh, cariño mío! —exclamó ella.
La mujer con coquetería, rodeó su cuello con sus brazos, se puso de puntillas y… ¡Lo besó!
Rosalind contuvo el aliento, esperando que él la rechazara.
Pero no lo hizo.
En cambio, sus brazos rodearon su cintura, atrayéndola hacia sí, y le devolvió el beso con una pasión y una entrega que Rosalind nunca había conocido.
Era un beso público, posesivo, afirmativo. Todo lo contrario de sus encuentros secretos.
¡ROSALIND QUEDÓ CONGELADA, CON SUS OJOS ABIERTOS DE PAR EN PAR!
La correa de su bolso se deslizó de su hombro, y este cayó a la baldosa mojada.
Pof~
Ni siquiera ese sonido la sacó de su shock…
¡Su pareja, su jefe, el hombre del que ella estaba perdidamente enamorada por tres largos años, besando con pasión a otra mujer!
Fue entonces cuando Candice, sobre el hombro de Alphonse, la vio.
Sus ojos astutos se encontraron con los de Rosalind, pálida y temblorosa en la sombra. No hubo sorpresa, sino una lenta y victoriosa sonrisa. Un desafío.
Como para rubricar su victoria, se aferró con más fuerza a Alphonse, enterrando el rostro en su cuello, afirmando su soberanía sobre el hombre que Rosalind amaba.
¡HABÍA NOTADO A ROSALIND!
Candice sonrió… Le sonrió a Rosalind, con una fría mirada que decía: él es mío.
Casi al instante, Alphonse siguió su mirada. Sus ojos dorados encontraron los de Rosalind.
¡ÉL SE SORPRENDIÓ!
¡Alphonse abrió sus ojos de par en par por un momento!, y rápidamente recuperó la compostura.
Vio a Rosalind, su empleada, su amante secreta. Ella estaba de pie en la distancia, empapada, impactada, luciendo horriblemente rota, destruida…
PERO… Aún con todo eso…
Él la ignoró.
Alphonse le sonrió a Candice, con cariño y protección. Como si nada el mundo importara más que ella.
—Cuidate, mi amor —dijo Alphonse, una vez le abrió la puerta a la mujer.
La mujer de cabello oscuro se fue en la limusina que la esperaba.
Cuando el coche se marchó, se volvió. Toda su calidez se evaporó, reemplazada por el frío glacial que ella conocía demasiado bien. Cruzó la calle con pasos decididos.
Rosalind se agachó mecánicamente para recoger su bolso. Observó la figura del hombre que se acercaba.
Alphonse tenía esa mirada gélida, despiadada. Él la tomó rudamente de la muñeca izquierda.
Sus primeras palabras no fueron una disculpa. No fueron una explicación. Fueron un ataque.
—¡¿Me sigues, Rosalind?! —preguntó él, con una voz cargada de indignación y un asco profundo, como si ella fuera la intrusa, la que había cometido una falta imperdonable.
Y en ese preciso instante, comenzó a llover con más fuerza. Finas y frías gotas de lluvia cayeron, mezclándose con las lágrimas calientes que finalmente se desbordaron por sus mejillas. Ya era imposible distinguirlas.
Lo miró. Al hombre por el que había vendido sus cuadros, aprendido a cocinar, esperado mil noches. Al que amó durante tres años. Y ahora, él la miraba con desprecio, defendiendo a otra mujer.
Todas sus ilusiones, todos sus sueños, se hicieron añicos en ese instante, lavados por la lluvia y las lágrimas.
Su voz tembló, traicionándola, pero las palabras fueron notablemente claras, cortando el creciente murmullo de la lluvia:
—Señor Ainsworth. Se acabó.
Alphonse pareció haber escuchado el chiste más absurdo del mundo. Una risa cortante se le escapó. Pero no era diversión. Era de ira.
En un movimiento rápido y brutal, su mano cerró como una garra alrededor de la muñeca de Rosalind, con tanta fuerza que ella sintió que los huesos crujían y un grito de dolor se le escapó de los labios.
—¿Se acabó? —preguntó él, su voz un susurro peligroso que era mucho más aterrador que cualquier grito. Su rostro estaba cerca del de ella, sus ojos dorados ardían con una furia oscura—. ¿Crees que puedes decidir cuándo termina esto, Rosalind? Dime, ¿ya te has cansado de la comodidad que te doy? ¡Vuelve al coche, ahora mismo!