CAPÍTULO 8. De ti, lo quiero todo

Angélica apretó los labios intentando esconder la risa porque Leo había pasado a su lado con más ímpetu que Usain Bolt corriendo por el oro olímpico. Por supuesto a Usain Bolt no lo perseguían todos los mosquitos de aquel manglar.

Se asomó a la baranda y lo vio zambullirse varias veces, restregándose la cabeza y el rostro a ver si el agua salada le aliviaba un poco las picaduras, y luego levantó el puño en su dirección.

—¡Maldita loca, ¿qué me echaste!? —le gritó pataleando para mantenerse a flote y ella ya acabó tosiendo para tragarse la carcajada porque sí que sabía muy bien lo que había hecho.

Leo estuvo rascándose en el agua por otros cinco minutos, maldiciendo y refunfuñando hasta que nadó hasta la popa del yate y se subió, chorreando agua, enojado, lleno de puntitos y con una picazón de mil demonios.

—¡Lo... lo siento mucho, señor Lombardo! —exclamó Angélica juntando las manos sobre el pecho juntando las cejas con un puchero inocente—. ¡Le juro que esto fue totalmente accidental
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