La tormenta había pasado, pero el aire seguía helado cuando el convoy de Alexandre entró a San Elías del Norte.
El pueblo parecía dormido: farolas parpadeantes, calles empedradas y un silencio demasiado profundo para su gusto.
Alexandre bajó del auto, el abrigo oscuro ondeando con el viento. Sus ojos recorrieron las fachadas viejas, los techos de madera húmeda, las chimeneas humeantes.
Un lugar perfecto para esconderse.
—Divídanse —ordenó sin levantar la voz—. Quiero cada casa, cada hostal, cada maldita cabaña revisada. Discretamente.
Su gente se dispersó como sombras.
Alexandre caminó hacia el pequeño andén del tren.
El olor a metal oxidado seguía fresco.
Aún con la lluvia, las huellas eran recientes.
Sonrió de lado.
—Valeria… —susurró, tocando una marca de barro seco en la madera—.
Eres buena… pero no lo suficiente.
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En la pensión, Valeria llevaba horas cuidando a Gabriel.
La fiebre no cedía.
El niño dormía en la otra cama, exhausto, mientras ella mojaba un paño en agua fría y lo p