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Ian la miró en silencio, con los ojos rojos brillando bajo la tenue luz que se filtraba por el vitral. Ciel temblaba, no solo por el frío, sino por esa mezcla confusa de miedo y atracción que él siempre despertaba en ella.

—¿Por qué sigues negando lo que eres? —su voz sonó ronca, casi un gruñido contenido—. No puedes escapar de tu propia sangre, Ciel.

Ella dio un paso atrás, pero chocó con el altar. El mármol helado le quemó la espalda.

—No… yo no soy como tú. No quiero serlo.

Ian se acercó lentamente, cada paso suyo resonaba como un eco de amenaza y deseo. Se detuvo justo frente a ella, tan cerca que podía sentir su respiración, fría como el aire de una tumba.

—No puedes cambiar lo que el destino ya marcó —susurró, inclinándose—. Puedes odiarme todo lo que quieras, pero tarde o temprano… te vas a rendir.

Ciel lo miró fijamente, las lágrimas resbalando por su rostro.

—¿Rendirme a ti… o a la oscuridad?

Una sonrisa se dibujó en los labios de Ian, peligrosa y hermosa.

—Ambas son lo mismo
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