El eco de la declaración de Leonardo aún vibraba en el aire del estudio, una melodía amarga de derrota para él y de victoria incierta para Rodolfo. Catalina se quedó de pie, petrificada, la mente, procesando la cascada de palabras que habían salido de la boca de Leonardo. "Te doy la libertad que quieres", "ya no me interesa la herencia, ni nada", "le doy el divorcio a Catalina". ¿Era esto real? ¿Así, sin más, se desvanecía el contrato que había dictado meses de su vida?
Don Rafael, por su parte, seguía inmóvil, mirando la puerta por la que su hijo se había esfumado.
—Don Rafael… —la voz de Rodolfo rompió el silencio, cuidadosamente modulada para sonar preocupada, pero con un matiz de satisfacción apenas perceptible—. Creo que Leonardo necesita tiempo. Esto ha sido… inesperado.
Don Rafael apartó la mirada de la puerta y la clavó en Rodolfo, luego en Catalina. Sus ojos, ahora fríos y calculadores, no dejaban de buscar una explicación, un culpable.
—Inesperado y desastroso —masculló Don