El despertar de Leonardo fue un asalto a los sentidos. Una punzada insoportable en la sien derecha taladraba su cráneo, mientras un olor a madera quemada y tierra húmeda le invadía las fosas nasales. La luz que se filtraba por una pequeña ventana no era el resplandor familiar de su lujosa habitación en la mansión, sino una tenue claridad invernal. Abrió los ojos con dificultad, su visión borrosa, adaptándose a un techo de vigas oscuras y desgastadas.

—¿Dónde… dónde estoy? —Su voz, áspera y desconocida para él mismo, resonó en un espacio que no reconocía.

Una figura se inclinó sobre él. Era una mujer de cabello cano, recogido en un moño prolijo, con arrugas de expresión que surcaban un rostro amable pero preocupado. Detrás de ella, un hombre de edad similar, con barba blanca y ojos penetrantes, lo observaba con una mezcla de curiosidad y cautela. El ambiente era cálido, impregnado de un aroma a leña y café recién hecho, ajeno a cualquier cosa que Leonardo hubiera conocido.

—Vaya, hijo,