El murmullo de la ciudad quedaba ahogado por el edredón de la habitación del hotel, un refugio temporal para Leonardo y Verónica. La luz tenue de la lámpara de noche creaba un halo cálido alrededor de sus cuerpos entrelazados, testigos de una pasión fugaz y un secreto compartido.
Leonardo yacía boca arriba, con la mirada perdida en el techo, mientras Verónica se incorporaba lentamente, cubriendo su desnudez con una sábana de seda. El silencio entre ellos era denso, cargado de una tensión que iba más allá del simple deseo.
—¿Por qué te casaste con ella, Leonardo? —preguntó Verónica, con la voz ronca y una mirada inquisitiva que perforaba la armadura de indiferencia de Leonardo—. ¿Con esa…? ¿Catalina? Es una cualquiera, ¿no?
Leonardo suspiró, cerrando los ojos por un instante. Sabía que esta conversación llegaría tarde o temprano. Verónica siempre había sido directa, sin pelos en la lengua, y ahora, después de la intimidad, la verdad parecía inevitable.
—Es complicado, Verónica —respond