La vasta extensión de la mansión Santini era un escenario tan opulento como intimidante. Mármol pulido reflejaba las luces de los majestuosos candelabros, y las obras de arte en las paredes parecían observar con juicio. Catalina, vestida con un atuendo que, aunque elegante, conservaba la practicidad que la definía, se sentía como una tuerca en un mecanismo de relojería suiza: indispensable, pero extraña en ese entorno. Su mente, sin embargo, no estaba en la decoración, sino en la inminente llegada de Leonardo.
Una mezcla de nerviosismo y una confusión casi dolorosa le oprimía el pecho. La noche anterior, las palabras de Lucía en el cónclave resonaban con eco persistente: "Contigo, él ha sido diferente. Ese aferramiento, esa resistencia a dejarte ir, los celos que mencionas… eso indica que contigo sí se ha conectado emocionalmente." Y antes, Oriana, con su particular perspicacia, había sembrado la misma semilla de duda: "Ese hombre está enamorado de ti, Catalina, aunque no lo sepa ni él