El sol de la tarde se filtraba entre las cortinas de seda del salón de té, proyectando un mosaico de luces y sombras sobre la pulcra vajilla de porcelana. Catalina se sentía fuera de lugar, como una tuerca oxidada en un motor recién pulido. Había aceptado la invitación de Don Rafael para "socializar un poco" en la mansión, lo que implicaba una serie interminable de encuentros con personas que hablaban de cosas que le eran ajenas: colecciones de arte que no entendía, viajes a lugares que nunca pisaría, y cotilleos sobre gente que ni siquiera conocía. Prefería mil veces estar bajo un motor humeante, con las manos manchadas de grasa, que fingiendo interés en la última subasta de caballos pura sangre.
Hoy, la sorpresa había llegado en forma de una visita inesperada.
—Oriana, querida, qué gusto verte —había exclamado Don Rafael, interrumpiendo su monólogo sobre la importancia de la filantropía. Una mujer esbelta y elegante, con una cabellera rubia impecablemente recogida y unos ojos azules