16. Nuestro contrato
—No puede ser… —murmuré mientras leía el correo que acababa de recibir de los abogados de Alexander.
En el último mensaje, me solicitaban —como si tuvieran derecho a hacerlo— que, en retribución a los “inconvenientes causados”, incluyera una reunión mensual obligatoria con Alexander. ¿La razón? Supuestamente para discutir los platos que se ofrecerían en nuestros restaurantes. Según ellos, una forma de “compensar” las reuniones que yo tenía con mi padre. Presioné con fuerza el puente de mi nariz, intentando reducir el estrés, porque, si no lo hacía, ese mismo estrés me mataría.
Treinta y cinco por ciento. Eso perdería. Y, como si no bastara, sus abogados exigían un diez por ciento adicional como compensación por querer romper la sociedad. Para muchos, sería un mísero cuarenta y cinco por ciento. Para mí… era todo.
El resto quedaría dividido entre mi hermana Emely, que tenía un diez por ciento en acciones, y mi padre, que aún conservaba un quince. A mí… solo me quedaría lo que quedara